Cuando elegimos sin pensar (y aprendemos después)

Hay decisiones que tomamos con el cuerpo antes que con la cabeza. No porque seamos inconscientes, sino porque en ese instante hay algo dentro que empuja con más fuerza que cualquier argumento. Es como si la razón quedara suspendida y solo existiera la curiosidad, el deseo o la necesidad de sentirnos vivos.

Luego, cuando el polvo se asienta, llegan las preguntas.
“¿Por qué lo hice?”, “¿en qué estaba pensando?”.
Pero si somos sinceros, la mayoría de las veces no estábamos pensando, estábamos sintiendo.
Y eso también es parte de la vida.

No todas las decisiones correctas son las que parecen prudentes. A veces los pasos que nos llevan a lugares incómodos son los que más nos enseñan sobre quiénes somos. Hay momentos en los que el impulso gana la partida, y aunque duela después, hay una verdad escondida en ese atrevimiento.

Porque no todo lo que duele fue un error.
Algunas experiencias llegan para mostrarnos límites, carencias o deseos que no sabíamos nombrar. Quizás aquella decisión impulsiva, esa palabra dicha sin pensar, ese “sí” que no teníamos previsto, era simplemente una forma torpe de decirnos: “quiero sentir algo diferente”.

Con el tiempo entendemos que crecer no consiste en evitar los tropiezos, sino en mirarlos sin vergüenza. En darnos cuenta de que la vida no se trata de hacerlo todo bien, sino de hacerlo con conciencia, incluso cuando la conciencia llega después.

Cuando nos juzgamos por las decisiones pasadas, olvidamos algo importante: en aquel momento no sabíamos lo que ahora sabemos. Y si hoy somos capaces de mirar con perspectiva, es precisamente porque vivimos aquello. Cada error tiene un propósito si nos ayuda a ver más claro.

A veces actuamos por miedo a perder algo, otras por miedo a no sentir nada. Y en ambos casos, lo que necesitamos no es más control, sino más comprensión. Comprender que somos humanos, que estamos aprendiendo, que nuestras contradicciones no nos hacen incoherentes, sino reales.

Tal vez lo que más necesitamos es reconciliarnos con nuestras decisiones pasadas, incluso con las que todavía nos duelen. Aceptar que hicimos lo que pudimos con la información, la emoción y la conciencia que teníamos entonces. Y que sin esos pasos, acertados o no, no seríamos quienes somos ahora.

Vivir con plenitud no es tener una biografía impecable, sino una historia que hemos aprendido a mirar sin reproche.
Cuando dejamos de castigarnos por lo que fuimos, empezamos a vivir con más libertad lo que somos.
La vida se vuelve más amable cuando dejamos de exigirnos pureza y nos permitimos ser imperfectos con amor.

Quizás no debamos arrepentirnos tanto de esas decisiones “sin pensar”. Puede que, en el fondo, fueran la manera que tenía la vida de enseñarnos lo que ninguna teoría podía explicar.
A veces hay que lanzarse para entender la profundidad del agua.

Y si después de cada caída podemos mirarnos con ternura y decir “gracias por intentarlo”, es que estamos entendiendo de qué va esto: de aprender, de equivocarnos con amor, de seguir adelante con un poco más de conciencia y un poco menos de culpa.

Porque sí, elegimos sin pensar,
pero gracias a eso aprendimos a sentir.

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Scroll al inicio