Cuando la vida vuelve a sacudir

El sábado me caí. Una caída tonta, de esas que uno minimiza al principio. Pero al día siguiente, el dolor era tan claro que ya no había forma de fingir que no pasaba nada: fractura vertebral, reposo absoluto, tres o cuatro semanas en la cama.

Y claro, al principio, lo primero que aparece es la rabia. Porque justo ahora que todo empezaba a colocarse, después de tanto esfuerzo, tanta rehabilitación, tantas pequeñas victorias, llega esto. Otra sacudida. Otra pausa inesperada.

Podría quedarme ahí, en la frustración. En ese pensamiento que llega fácil: “¿es que no puedo tener una temporada tranquila?”. Pero algo en mí ya no reacciona igual que antes. Tal vez porque después de tocar fondo tantas veces, una parte aprende a mirar desde otro lugar.

Hace tiempo, una noticia así me habría hundido. Hoy, aunque duela, lo vivo distinto. No porque no me afecte, sino porque ya sé que el dolor no tiene por qué arrastrarlo todo. Sé que puedo sentir la impotencia sin convertirme en ella. Que puedo caer sin volver al mismo pozo.

Lo curioso es que esta vez no hay una explicación lógica. No fue un exceso de esfuerzo, ni un descuido, ni un “tenías que haber parado antes”. Fue una simple caída de culo, y ya está. La vida tiene su manera de recordarnos que el control es una ilusión frágil.

Pero no quiero que esta historia suene a resignación. No se trata de aceptar como quien baja los brazos, sino como quien elige mirar de frente lo que hay, sin adornos ni quejas. Lo que siento estos días no es tanto desesperación como una especie de silencio interior. Un espacio donde puedo ver con más claridad todo lo que ya he recorrido.

Pienso en el camino desde aquel ictus. En las veces que el cuerpo se rompió y el ánimo se hizo añicos. En la paciencia aprendida, en la gratitud que se coló sin avisar entre las heridas. Y me doy cuenta de que esta caída, aunque me duela, no me pilla igual. He cambiado. Ya no me vivo como una víctima de la mala suerte.

Porque a veces lo que llamamos mala suerte solo es la vida mostrándonos lo poco que depende de nosotros, y lo mucho que aún podemos elegir dentro de eso. Puedo elegir cómo mirar. Puedo elegir qué peso darle a lo que ocurre. Puedo elegir seguir sintiéndome afortunado incluso cuando las cosas se tuercen.

Y eso, curiosamente, me da paz. No una paz ingenua ni espiritualizada, sino esa paz sobria que llega cuando uno se cansa de pelear contra lo inevitable.

Quizá la enseñanza, si es que hay alguna, no sea sobre caerse o levantarse, sino sobre aprender a estar con lo que pasa sin perder el centro. Saber que incluso en medio de un nuevo tropiezo no estamos empezando desde cero. Que todo lo vivido deja huellas de fortaleza que no se borran.

Estos días, mientras miro el techo más horas de las que me gustaría, pienso en quienes también están en pausa, en quienes sienten que el suelo se les ha movido otra vez cuando creían tenerlo firme. Y me nace decirles, sin consuelo barato, que los entiendo. Que a veces la vida golpea sin motivo aparente. Pero que, aun así, hay belleza en seguir aquí, en seguir sintiendo, en seguir intentando.

Caer otra vez no borra lo avanzado. Solo recuerda que seguimos vivos. Y eso, con todo lo que implica, sigue siendo un motivo enorme para agradecer.

Así que sí, me duele. Me cuesta. Pero también sé que, de algún modo, estoy mejor preparado para esta sacudida. Porque no todo lo que vuelve a doler significa que estemos en el mismo sitio.

A veces la vida nos prueba no para castigarnos, sino para mostrarnos cuánto hemos aprendido a sostenernos.

Y aunque esta vez el golpe haya sido literal, no lo siento como una derrota. Lo siento como una oportunidad, otra más, para mirar con gratitud incluso desde la cama.

Porque después de todo, poder contarlo ya es una forma de suerte.

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