Lo que guardamos en la papelera

Hay cosas que guardamos en silencio, como quien mete papeles arrugados en un cajón y lo cierra deprisa para no ver el desorden. Momentos que incomodan, decisiones que no salieron como esperaba, pasos que di desde lugares en los que todavía no sabía más. Y, aun así, todo eso también forma parte de lo que soy. A veces, una parte más valiosa de lo que parecía en su momento.

Hace poco, mientras repasaba lo vivido en estos años, me di cuenta de la cantidad de experiencias que había mandado directamente a la papelera mental. Algunas me dolieron tanto que preferí no volver a mirarlas. Recuerdo mis primeros meses de rehabilitación: los intentos torpes de caminar sin ayuda, las palabras que no salían, los días en los que la rabia aparecía sin previo aviso o la tristeza se instalaba sin una razón concreta. Había otros recuerdos más antiguos o más recientes: relaciones que no supe sostener, decisiones tomadas desde el miedo, caminos que abandoné porque me sentí pequeño, inseguro o simplemente cansado.

Y también tuve que mirar algo que me costaba incluso más: mis reacciones. Hubo momentos en los que respondí mal, en los que contesté con dureza, en los que parecía enfadarme por cualquier cosa. Hoy entiendo que no era rabia hacia los demás, sino hacia la realidad que no quería aceptar. Estaba peleado conmigo mismo, frustrado, asustado, deprimido… y muchas veces acababa pagándolo justo con quienes más hacían por mí. No me enorgullece, pero tampoco lo miro ya con culpa: lo miro con comprensión. Sé desde dónde actuaba, sé qué me estaba doliendo y sé que estaba intentando sobrevivir como podía.

Durante mucho tiempo, elegí no pensar en todo eso. Me convencí de que mirar mis tropiezos solo me haría daño. Que lo mejor era seguir adelante sin remover demasiado, como quien prefiere no abrir un cajón porque teme lo que pueda encontrar dentro. Pero, con el tiempo, algo empezó a cambiar. Sin prisa, casi sin darme cuenta, empecé a hacer lo contrario: a abrir ese cajón con calma, a sacar los papeles arrugados uno a uno, y mirarlos con otros ojos.

No para castigarme. No para quedarme atrapado en lo que ya pasó. Sino para entender. Para aprender. A veces, mirar atrás con honestidad no es un acto de dolor, sino un acto de claridad. Cuando uno observa esos momentos difíciles sin juicio, empiezan a revelar cosas importantes: qué dolía, qué faltaba, qué no sabía aún, qué parte de mí estaba haciendo lo mejor que podía con lo que tenía.

Con esos ojos nuevos, me he dado cuenta de que esos episodios que antes evitaba mirar son ahora piezas esenciales de mi historia. No los elegiría de nuevo, pero ya no quiero borrarlos. Porque me ayudaron a crecer, a moverme con más conciencia, a escucharme mejor y a vivir con más humildad. Me mostraron mis límites, sí, pero también mi capacidad para adaptarme, para volver a empezar, para sostenerme incluso en mis peores días.

Por eso, ahora, cuando algo no sale como esperaba, no corro tan rápido a guardarlo. A veces incluso lo escribo, lo nombro, lo dejo respirar. Porque en medio de la incomodidad, muchas veces hay una semilla de algo nuevo. Un aprendizaje que todavía no ha tomado forma, una parte de mí que pide atención, o un cambio que llevaba tiempo llamando a la puerta.

No se trata de convertir los tropiezos en un altar, ni de glorificar lo difícil. No hace falta idealizar el dolor para reconocer su impacto. Pero tampoco ayuda tirarlo todo a la basura como si no tuviera nada que decir. La experiencia humana está llena de momentos así: decisiones tomadas con buenas intenciones que no salieron bien, etapas confusas, intentos sinceros que no tuvieron el resultado esperado. No son señales de debilidad; son señales de vida.

A veces, al abrir ese cajón, lo que aparece no son fallos, sino procesos. No errores, sino intentos. No derrotas, sino aprendizajes incompletos. Y cambia por completo la forma de mirarlos. Se entiende que muchas cosas que parecían fracasos eran simplemente pasos necesarios para encontrar un punto de mayor claridad. Se ve que uno no estaba roto, solo estaba en construcción.

Mirar atrás desde este lugar no me hace menos. Me hace más consciente. Más libre. Porque ya no siento la necesidad de guardar lo que viví ni de ocultarme de mis partes más vulnerables. En esa honestidad hay fuerza, hay alivio y hay un tipo de belleza que no se nota a simple vista, pero que se siente por dentro.

Y esa belleza, al final, también forma parte del camino. Una belleza imperfecta, tranquila, profundamente humana… y completamente mía.

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