En casa hay alguien que ladra cuando suena el timbre, se emociona cuando cogemos el bolso y nos mira con esos ojos grandes —como si acabara de descubrir el sentido de la vida— cada vez que suena el teléfono. No habla. No pregunta. No opina sobre geopolítica ni sabe lo que es un Excel. Pero tiene una habilidad que muchos quisieran: estar. De verdad.
Quillo tiene ocho años ya. Dicen que los perros envejecen rápido, pero alguien debería explicarle eso a él. Sigue siendo puro nervio, puro corazón y puro entusiasmo. No ha cambiado mucho desde que llegó, salvo que ahora ronca un poco más y se toma más en serio lo de la siesta (como todos, en realidad). Pero lo esencial sigue igual: su cariño no se mide ni se raciona. No lo negocia ni lo posterga. Simplemente lo da. Así, sin envoltorios.
Y eso, en un mundo que todo lo calcula, lo compara y lo mide en productividad por hora, es un regalo. Uno de los buenos.
De hecho, tan presente está, que en casa hemos tenido que desterrar el verbo ir. En cualquiera de sus formas. Voy, vas, vamos, ¿vamos ya?… todas están vetadas. Porque basta con que alguien lo diga —aunque sea en otro contexto, aunque sea un “voy a ducharme”— para que Quillo entre en modo fiesta nacional. Salta, gira, jadea, te mira como diciendo: ¿Es ahora? ¿Nos vamos? ¿¡Dónde!? ¡¡Venga yaaaaaa!!
Y sí, nos reímos. Siempre. Pero también nos da por pensar: ¿y si viviéramos así? ¿Con esa ilusión por lo cotidiano? ¿Con esa alegría sin agenda por una simple salida, una vuelta a la manzana, un rato de nada con alguien que queremos? Quillo no necesita saber adónde vamos. Le basta con saber que va con nosotros. Eso le vale. Y a veces, eso es todo lo que necesitamos también nosotros, aunque lo olvidemos entre notificaciones, pendientes y urgencias que no lo son tanto.
Hay días en los que la cabeza se llena de ruido. Días en los que el cuerpo funciona por inercia y cuesta conectar con algo que no sea la lista de cosas por hacer. Pero entonces, él se acerca. Se apoya en tus piernas. Te deja su juguete —baboso, sí, pero con cariño—. Te mira como si fueras el centro de su universo. Y en ese gesto mínimo, se para el mundo. Vuelves aquí. Al presente. A lo que importa.
Porque Quillo nunca se fue. Siempre está.
Y nos hace bien. Nos recuerda cosas que sabíamos, pero que hemos dejado sepultadas bajo capas de estrés y multitarea. Como que no hace falta hacer grandes cosas para vivir bien. Que a veces solo hay que estar. Que una caricia sincera arregla más que mil palabras bien intencionadas. Que un silencio compartido puede decir mucho más que un discurso brillante.
Quizá por eso nos toca tanto su compañía. Porque en su manera de estar hay una sabiduría sencilla que muchas veces se nos escapa. Y porque nos recuerda, sin decir una sola palabra, que se puede amar sin condiciones, sin esperar, sin exigir. Solo por el gusto de compartir el rato.
Y eso, francamente, ya es bastante.
En un mundo que nos empuja constantemente a lograr, mejorar, avanzar, superarnos… él se limita a mirarnos y decir con sus patas, sus ojos y su rabo: Estás bien así. Estoy contigo. Vamos juntos (aunque no digas la palabra). Y lo dice sin decirlo. Como hacen los sabios.
Mientras tanto, nosotros seguimos aprendiendo. Y él sigue enseñando.
Seguimos ladrando juntos cuando alguien llama a la puerta, emocionándonos con lo pequeño y recordando —gracias a Quillo— que vivir no es una carrera, sino una compañía.
Y sí, de vez en cuando acabamos en el botiquín con una taza vacía, preguntándonos qué narices íbamos a hacer. Pero incluso en esos despistes, si prestamos atención, hay un mensaje suave: Ey, vuelve. A ti. A lo simple. A lo que importa.