Hay días en los que sentimos que podemos con todo. Que la vida es un río y nosotros flotamos ligeros sobre él. Todo encaja, todo fluye, todo tiene sentido.
Y hay otros días… en los que todo pesa. Nos sentimos lentos, torpes, desbordados. Como si llegáramos tarde a algo que ni siquiera entendemos. Como si la vida fuera demasiado rápida para nosotros.
En esos días aparece el miedo. No toca la puerta. Se cuela por la ventana o por la puerta trasera, como un invitado que no fue llamado pero que se siente en casa. Tiene la costumbre de hablarnos bajito, al oído, con esa voz que conoce nuestras inseguridades de memoria. Nos dice que no somos suficientes, que ya es tarde, que mejor ni lo intentemos. A mí me pasa más veces de las que quisiera admitir.
Después del accidente, aprendí que no todos los días iba a levantarme con la misma energía. Que hay jornadas luminosas y otras en las que solo quiero esconderme. Y en esas, el miedo siempre aparece. A veces disfrazado de duda, otras de cansancio, otras tantas de rabia. Pero ya no lo recibo como enemigo.
Al principio intenté ignorarlo. “Si no te miro, ¿te vas?”, le decía. Pero no funcionó. Está claro que no piensa mudarse. Así que cambié de estrategia: decidí escucharlo. Y algo cambió. No desapareció, pero dejó de gritar.
Comprendí que muchas veces el miedo no quiere detenernos. Solo avisarnos que estamos saliendo de lo conocido. Que estamos cruzando un umbral. Que nos acercamos a algo que importa. Y por eso tiembla todo dentro.
Recuerdo una vez, poco después de empezar mi rehabilitación, en la que quise asistir a un evento donde me reencontraría con mis antiguos compañeros y jefes. Era la primera vez que volvía a verlos después de todo lo que me había pasado. No era una gran audiencia ni un acto formal, pero para mí significaba muchísimo. Mis piernas temblaban como si fuera una multitud desconocida. Sentía que todos podían notar mi inseguridad. Por un instante quise salir corriendo. Pero en lugar de eso, respiré hondo y dije lo primero que me vino: “Estoy nervioso, pero igual quise estar aquí”. Y algo se abrió. El miedo seguía ahí, pero ya no me paralizaba. Me acompañaba.
Empecé a jugar con la idea de que el miedo, en lugar de frenar, podía ser una señal. Que si me da miedo, quizás es porque ahí hay algo vivo. Algo que me importa tanto que solo de pensarlo me estremezco.
Quizás no estamos rotos cuando sentimos miedo. Quizás estamos justo donde deberíamos estar: en ese borde donde las cosas importantes nos llaman. Cada vez que sentimos esa mezcla de entusiasmo y vértigo, puede ser que estemos a punto de dar un paso que nos transforme.
No sé si algún día dejaré de sentir miedo. Probablemente no. Pero si va a estar conmigo, que al menos me vea intentarlo. Que me vea dar pasos aunque tiemble. Que escuche mi voz decir: “Sí, tengo miedo… y aún así lo haré”.
Porque tal vez no se trata de no tener miedo, sino de aprender a vivir con él sin rendirle el volante. De convertir la incomodidad en impulso, la tensión en fuerza vital.
Y si el miedo no se va, que al menos me empuje a encender el fuego de lo que aún sueña dentro de mí. Que sea viento, aunque sople en direcciones torpes. Que me recuerde, cada vez que aparece, que todavía estoy vivo, y que aún tengo mucho por intentar.
Y ahora, mientras el miedo empieza a sentarse en silencio a mi lado, es la ansiedad la que toma su relevo. Estoy aprendiendo a mirarla también con otros ojos.