¿Cuántas veces hemos sentido que la vida era un examen constante? Como si cada paso necesitara una validación, una nota de aprobación, una señal externa que confirmara que vamos bien. A muchos nos pasa: convertimos el esfuerzo en un disfraz para encajar, para no quedar fuera, para ser vistos. Y claro, es agotador. Porque ese esfuerzo no nace del corazón, sino del miedo, de la comparación, de la necesidad de demostrar que valemos. Es como correr en una cinta sin fin: avanzamos, pero nunca llegamos a ningún lugar real.
Durante años vivimos con la sensación de tener que demostrar algo en cada espacio: en lo personal, en lo profesional, incluso en lo íntimo. Como si ser nosotros mismos no fuera suficiente, como si siempre faltara una credencial invisible que nos validara. Y cuanto más buscamos esa aprobación, más lejos nos sentimos de nosotros.
A veces, ese impulso se mezcla con la rebeldía. Con esa terquedad que nos empuja a no conformarnos, a intentar hacerlo distinto, a mostrar que podemos aunque nadie lo haya pedido. Esa rebeldía abre caminos hermosos, pero también nos lleva a desgastarnos contra muros imposibles. Termina dejándonos agotados, heridos, con la sensación de que, por mucho que empujemos, nunca será suficiente.
Luego la vida llega con un golpe seco que cambia la perspectiva. Un ictus, en mi caso, pero puede ser cualquier sacudida que nos obliga a detenernos. De pronto ya no podemos sostener el mismo ritmo, ni aparentar fortaleza constante. Hasta atarse los zapatos se convierte en un reto. Y en esa fragilidad surge una pregunta inesperada: ¿qué sentido tiene seguir demostrando, si la vida ya nos está poniendo de rodillas?
Esa pregunta abre un espacio nuevo. Porque claro que duele perder lo que antes dábamos por hecho. Pero en medio de la vulnerabilidad descubrimos algo distinto: que nuestro valor no depende de lo que logramos, ni de lo que aparentamos, sino de lo que somos, incluso en la fragilidad.
Recuerdo la mirada de un terapeuta que, en un día especialmente duro, me dijo: “No tienes que demostrarme nada. Solo tienes que estar aquí, con lo que puedas hoy”. Fue como si alguien me diera permiso para soltar una mochila demasiado pesada. Y ahí entendimos que muchas veces no son los demás quienes nos exigen tanto: somos nosotros mismos.
Con el tiempo, aprendemos que la rebeldía tampoco desaparece. Simplemente cambia de dirección. Ya no se trata de llevar la contraria por llevarla, ni de empujar siempre contra la corriente. La rebeldía se vuelve más sabia: empieza a elegir contra qué merece la pena rebelarse. Y descubrimos que lo esencial no es derribar muros imposibles, sino abrir ventanas por donde entre la luz.
El desgaste real no viene tanto del esfuerzo físico como del esfuerzo interno de encajar, de convencer, de justificarnos. Es liberador empezar a decir basta: basta de gastar energía en convencer a otros, basta de vivir pendientes del aplauso, basta de esconder lo que somos para parecer lo que no somos.
De pronto, el esfuerzo adopta otro sentido. Ya no se trata de demostrar, sino de crecer desde dentro. El esfuerzo de levantarnos cada mañana y agradecer estar aquí. El esfuerzo de tener paciencia cuando el cuerpo o la mente no responden como quisiéramos. El esfuerzo de sostenernos en los días grises sin máscaras, con la vulnerabilidad a la vista.
Y ahí ocurre algo transformador: el esfuerzo deja de vaciarnos y empieza a nutrirnos. Porque nace de un lugar auténtico, no de la necesidad de encajar. Ya no necesitamos convencer a nadie de que valemos; nos basta con recordárnoslo a nosotros mismos en cada pequeño logro, en cada paso, en cada respiración.
Claro que la vieja costumbre de demostrar o de pelear sin descanso no desaparece del todo. A veces asoma, como un eco. Pero ahora la reconocemos antes y podemos elegir distinto. Podemos decirnos: ya no necesito correr en círculos ni desgastarme contra lo que no cambia. Prefiero reservar mis fuerzas para lo que me sostiene por dentro: la calma, la gratitud, la ternura de los pequeños instantes.
Quizás eso sea lo que realmente significa vivir en libertad: dejar de rendir examen y dejar de pelear en todas las batallas. Quedarnos con lo que importa, con lo que nos permite ser sin miedo, con lo que nos conecta con nuestra verdad aunque no encaje del todo en los moldes ajenos.
Al final, la vida se vuelve más ligera cuando dejamos de vivir en un escenario y nos permitimos simplemente estar, con luces y sombras. Con rebeldía, sí, pero una rebeldía sabia que nos recuerda que no necesitamos pedir permiso para brillar.