A veces sentimos que tenemos que hacerlo todo bien. Ser fuertes, estar enteros, no fallar. Nos exigimos una especie de perfección que no existe, pero que se cuela en los pequeños gestos del día: en cómo respondemos un mensaje, en lo rápido que hacemos las cosas, en no olvidarnos de nada, en estar siempre a la altura. Como si hubiera una voz interna que nos repite que no es suficiente con ser quienes somos, que hay que ser mejores, más productivos, más eficientes, más firmes.
Yo también he vivido así mucho tiempo. Corriendo detrás de una versión ideal de mí mismo. Lleno de planes, de metas, de expectativas. Siempre con una especie de exigencia silenciosa encima, como si descansar fuera perder el tiempo y equivocarse fuera inaceptable. Hasta que un día, el cuerpo dijo basta. El ictus llegó sin previo aviso, como un corte abrupto en medio de la película. De repente, ya no podía seguir como antes. Ni física, ni emocional, ni mentalmente.
Recuerdo con mucha claridad los primeros días. Todo era confuso. Lo que antes hacía sin pensar —caminar, hablar, mover una mano— de pronto se había vuelto montaña. Montañas cotidianas, invisibles para los demás, pero inmensas para mí. Lo más difícil no era solo el esfuerzo físico, sino enfrentarme a esa parte de mí que todavía se aferraba a la idea de “volver a ser el de antes”.
Quería caminar igual, hablar igual, pensar igual. Quería que no se notara nada. Quería, en el fondo, seguir sosteniendo esa imagen de perfección que tanto me había costado construir. Me dolía pensar que ya no podía alcanzar esa vara que yo mismo me había impuesto durante años. Y me juzgaba por eso. Me comparaba. Me impacientaba.
Pero no podía. Y dolía.
Fue entonces cuando, sin quererlo, empecé a ver algo distinto. A veces, lo que nos derrumba es también lo que nos despierta. En medio del cansancio, del miedo, de las pequeñas frustraciones diarias, algo dentro empezó a ablandarse. Empecé a mirarme con más compasión. A permitirme ser lento. A no entender todo. A pedir ayuda. A llorar cuando lo necesitaba. A no tener respuestas.
Y en esa imperfección, descubrí una fuerza nueva. Una que no venía de hacer todo bien, sino de ser sincero con lo que soy. Con mis límites. Con mis dudas. Con mis días buenos y mis días no tan buenos. Descubrí que podía avanzar de otra manera. Más despacio, más humano, más real.
Hace poco leí una frase que me tocó profundamente: “Es más fácil conseguirlo siendo humano que siendo perfecto.”
No sé quién la escribió, pero sentí que hablaba de mí. De nosotros. Porque cuanto más humanos nos permitimos ser —con todo lo que eso implica: fallar, sentir, intentar de nuevo—, más cerca estamos de lo que de verdad importa.
He aprendido que el verdadero progreso no se mide en metas cumplidas ni en eficiencia. Se mide en la forma en que nos tratamos mientras caminamos. En cómo nos hablamos cuando tropezamos. En la ternura que somos capaces de ofrecernos en medio del caos.
Lo humano, con todo su desorden, su fragilidad y su belleza, es mucho más poderoso que cualquier intento de perfección. Porque cuando nos mostramos como somos, cuando dejamos caer las máscaras, es cuando realmente conectamos. Con nosotros mismos y con los demás.
No necesitamos ser perfectos para avanzar. Solo necesitamos estar presentes, con honestidad, con humildad, con corazón. Paso a paso. Como podamos. Desde donde estemos hoy. Sin prisa, sin máscaras, sin tener que demostrar nada a nadie.
Y quizá eso sea, en el fondo, lo más perfecto que podemos hacer.