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Hace poco me encontré en una de esas situaciones en las que la emoción quiere decidir por uno mismo. Fue con la compra de una cocina. Al principio, la propuesta me ilusionó mucho. Me la imaginaba ya instalada, visualizaba cómo quedaría el espacio y la satisfacción de disfrutarla cada día. Sentía la motivación y la confianza de que todo marchaba bien. Sin embargo, a medida que avanzaba el proceso comenzaron a aparecer los temidos “esques”: “es que falta esto”, “es que aún no tenemos lo otro”, “es que no podemos confirmar aquello”. Y poco a poco, aquella ilusión inicial empezó a desinflarse.
Lo que antes era entusiasmo se transformó en decepción. Y de la decepción al enfado no hay mucho trecho. Me descubrí pensando: “Hasta aquí hemos llegado. Cancelo todo y me busco otra empresa”. El coraje me empujaba a reaccionar así, a cortar de raíz, aunque eso significara perder la señal de dinero entregada, el tiempo invertido y, sobre todo, la energía emocional que ya había depositado. En ese momento no importaba tanto lo que realmente me convenía como la necesidad de liberar la rabia que sentía.
Reconozco que en medio de esa ofuscación tuve la tentación de dejarme arrastrar. Y no hubiera sido la primera vez. Muchas veces, cuando estamos bajo el efecto del enfado o de la frustración, lo único que queremos es tomar una decisión rápida que nos alivie el malestar del momento, aunque a largo plazo no sea lo más acertado. El impulso manda más que la razón, y terminamos actuando como si lo importante fuera ganar la discusión interna en vez de resolver la situación de la mejor manera posible.
Por suerte, en esta ocasión apareció un momento de claridad. Una voz que me dijo: “Espera. No tomes la decisión solo por el enfado. Pregúntate qué te conviene de verdad”. Y esa pausa fue suficiente para mirar las cosas con otra perspectiva. No se trataba de negar lo que sentía ni de maquillar la decepción. Se trataba de reconocerla y, al mismo tiempo, no permitir que decidiera por mí. Al pensarlo en frío, lo que más me beneficiaba no era cancelar y volver a empezar de cero, sino continuar, aunque supusiera aceptar el mal sabor de boca de la experiencia.
No fue fácil verlo ni aceptarlo, pero fue un aprendizaje enorme. Porque más allá de la cocina, lo que estaba en juego era algo mucho más profundo: la capacidad de filtrar las emociones, de no dejar que sean ellas quienes tomen el control de nuestras decisiones más importantes.
Y aquí es donde esta experiencia personal conecta con algo que nos pasa a todos. Cada uno, en su terreno, vive situaciones similares: empezamos con ilusión en un proyecto, en una relación, en una compra, y al aparecer las trabas sentimos la decepción y luego el enfado. Desde ahí nace el impulso de cortar por lo sano. Nos decimos “mejor dejarlo”, “no quiero saber más”, y nos cuesta ver que quizás esa reacción, aunque nos alivie momentáneamente, nos complique más a medio plazo.
Lo valioso es recordar que tenemos otra opción. Podemos detenernos un momento, respirar, reconocer la emoción y preguntarnos: “¿Qué me conviene de verdad?”. Cuando lo hacemos, descubrimos que no somos esclavos de lo que sentimos, que podemos dar espacio al enfado sin que nos arrastre, que podemos decidir desde un lugar más sereno. Esa pausa, aunque parezca pequeña, abre un margen de libertad que cambia mucho las cosas.
No siempre lo lograremos. A veces reaccionaremos en caliente y después nos lamentaremos. Pero cada ocasión en la que conseguimos frenar el impulso es un entrenamiento. Poco a poco, vamos aprendiendo a distinguir entre la emoción que sentimos y la decisión que elegimos. Y esa distancia, ese filtro, nos permite vivir con más paz y menos arrepentimiento.
Al final, la cocina fue solo la excusa. Lo importante fue el espejo que me puso delante: cómo paso de la ilusión al enfado, y de ahí, si me lo permito, a una claridad más consciente. Y esa lección nos sirve a todos. No se trata de reprimir ni de negar lo que sentimos, sino de reconocerlo, darle su espacio y, después, decidir desde otro lugar. Cada vez que lo hacemos, ganamos un poco más de serenidad y un poco más de libertad. Y quizá esa sea una de las claves más valiosas para vivir con menos ruido interno: no dejar que sea el calor del momento quien decida por nosotros, sino nuestra mirada más amplia y calmada.