Hace poco leí una frase que se me quedó clavada en el pecho: «El tiempo no cura las heridas, te cambia para que puedas vivir con ellas.» Y me hizo tanto sentido, porque durante mucho tiempo esperé que ciertas cosas simplemente dejaran de doler. Como si el paso de los días fuera una especie de borrador mágico capaz de quitar el peso de algunos recuerdos, de algunas ausencias, de algunos sustos que nos parten en dos.
Pero no. Al menos en mi experiencia, no ha sido así.
El ictus que sufrí en 2022 me dejó muchas heridas. Algunas visibles, otras invisibles. Hubo dolores físicos, claro, pero también otros que no sabía cómo nombrar. La frustración de no poder hacer cosas que antes eran automáticas. El miedo de que volviera a pasar. La tristeza silenciosa de sentirme distinto. Y la pregunta constante de si volvería a ser el de antes.
Durante mucho tiempo pensé que sanar significaba volver a estar como antes. Tenía esa esperanza: que todo volviera a su sitio, que el cuerpo obedeciera como antes, que la mente no se nublara, que el ánimo no se quebrara. Pero con el tiempo descubrí que no siempre es así. Que algunas heridas no se cierran del todo, y que la verdadera sanación a veces no tiene que ver con “curar”, sino con aprender a vivir de otra manera. A veces más lento. A veces más frágil. A veces más consciente.
Recuerdo una tarde, al principio de la rehabilitación, en la que me costó una eternidad abotonarme la camisa. Algo tan simple como meter un botón en un ojal se había vuelto un reto gigantesco. Sentí una mezcla de rabia y tristeza tan fuerte que se me llenaron los ojos de lágrimas. Me quedé quieto, con los dedos temblando, sin saber si rendirme o seguir intentando. Y en ese momento, en medio del silencio de la habitación, algo en mí susurró: “Hoy cuesta, pero mañana dolerá menos.”
No porque mañana todo se arreglara. Sino porque cada intento, por pequeño que fuera, era también una forma de acompañarme. De decirme: aquí estoy, sigo, aunque duela.
Con el tiempo, empecé a mirar todo con otros ojos. A reconocer mis límites sin pelear con ellos. A acariciar mis cicatrices, incluso cuando duelen. A ver belleza en lo que quedó torcido. A entender que lo roto también puede ser hogar. Que incluso en la fragilidad hay fuerza, y en la lentitud, una forma distinta de presencia.
He aprendido a escuchar mi cuerpo sin exigirle lo que ya no puede dar, y a celebrar lo que sí puede. A veces es caminar sin tambalearme. Otras veces es recordar una palabra sin esfuerzo. Y también, simplemente, poder respirar profundo al final del día y sentir que estuve presente. Cosas que antes daba por hechas y que ahora me llenan de gratitud.
No es que ya no duela. Es que ahora puedo convivir con ese dolor sin que me paralice. Es que he aprendido a abrazarlo como parte de mí, sin que defina todo lo que soy. Porque no somos solo lo que nos falta, también somos lo que hacemos con lo que nos queda.
Quizá de eso se trate: no de borrar lo que nos pasó, sino de encontrar una nueva manera de vivir con ello. Una forma más compasiva, más humana, más real. Donde podamos mirarnos con ternura, sin exigirnos ser los de antes, sin compararnos con quienes fuimos.
Y al final, ese cambio silencioso que opera el tiempo dentro de nosotros, es también una forma de amor.
Una forma de seguir.
Una forma de vivir.