Cuando el cuerpo sabe antes que la mente

 

Hay decisiones que no sabemos explicar. Momentos en los que todo parece confuso, pero dentro de nosotros hay una voz —muy bajita, casi un susurro— que dice: “por aquí es”. Y aunque la cabeza se llene de argumentos, de miedos o de listas de pros y contras, esa sensación no se apaga. Está ahí, firme, como una raíz invisible que sostiene algo que todavía no comprendemos.

 

Durante mucho tiempo intentamos entenderlo todo. Nos enseñaron que hay que tener razones, que lo lógico es lo correcto, que decidir “con el corazón” es arriesgado o poco sensato. Pero la vida, a veces, tiene una sabiduría más honda que la mente. Hay una inteligencia que no pasa por las palabras, que se mueve en el cuerpo, en la piel, en el ritmo del corazón.

 

A veces sentimos un nudo en el estómago antes de entrar en un lugar, y sin saber por qué, queremos irnos. O conocemos a alguien y algo dentro de nosotros se relaja, como si lleváramos mucho tiempo esperándolo. O decidimos dejar un trabajo, una relación, una rutina… y no sabemos explicarlo con lógica, solo sentimos que ya no es ahí.

 

Con el tiempo aprendemos que esa sensación no se equivoca tanto como creemos. Que hay un lenguaje que no pasa por la mente, pero que dice la verdad. El cuerpo lo sabe antes que nosotros. Lo sabe en la tensión de los hombros, en el cansancio que se acumula, en las ganas o la ausencia de ellas. El alma también lo sabe, aunque a veces la llenemos de ruido.

 

Después del ictus, entendí esto de una manera muy clara. Mi cuerpo empezó a hablarme de un modo distinto. Ya no podía ignorar lo que sentía: el cansancio, el miedo, la necesidad de silencio. Antes solía forzar, empujar, intentar controlar. Ahora aprendí a escuchar. Y al hacerlo, descubrí que esa escucha era una forma de sabiduría. No necesitaba tantas razones, solo atención.

 

Había días en los que el cuerpo decía basta antes de que la mente pudiera entenderlo. Y si insistía en seguir, el cuerpo se encargaba de recordármelo. Era como si mi organismo y mi alma estuvieran más sincronizados que nunca, como si ambos supieran algo que mi mente aún no podía aceptar. En lugar de resistirme, empecé a confiar. A hacer caso de esa intuición que no hablaba con palabras, pero que siempre tenía razón.

 

Confiar en esa voz interior no siempre es fácil. La mente necesita certezas, quiere tener todo bajo control, busca razones que lo justifiquen todo. Pero hay decisiones que solo pueden tomarse con el alma. No porque sean irracionales, sino porque pertenecen a otro tipo de inteligencia, una que no se razona: se siente.

 

Con el tiempo descubrí que esa intuición no viene de fuera, sino de una parte muy profunda de nosotros. Una parte que ya ha visto, que ya sabe, que recuerda lo esencial. Y cuando logramos hacer silencio, cuando dejamos de forzar explicaciones, esa voz se escucha con una claridad nueva. Entonces entendemos que no necesitamos convencer a nadie, ni siquiera a nosotros mismos. Lo que sentimos basta.

 

Quizás la madurez tenga que ver con eso: aprender a confiar en lo que sentimos, sin exigirle a la mente que lo traduzca todo en razones. Dejar que el cuerpo, el alma y el corazón tengan voto, no solo la lógica.

 

Porque no siempre sabremos explicar nuestras decisiones, y está bien. No todo lo verdadero cabe en una explicación. No todo lo importante puede ponerse en palabras. A veces basta con esa certeza suave que aparece en el pecho y nos dice: sí, esto es.

 

Hoy, cuando dudo, vuelvo a esa sensación. Cierro los ojos, respiro hondo y pregunto al cuerpo, no a la cabeza. Si siento calma, avanzo. Si algo se encoge por dentro, espero. Y en ese pequeño gesto encuentro una guía más honesta que cualquier razonamiento.

 

Al final, lo importante no es tener respuestas claras, sino sentir paz con lo que elegimos. Esa paz que llega cuando el cuerpo, el alma y el corazón caminan en la misma dirección.

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