Apagón general (y oportunidad encendida)

Esta semana Europa tuvo un déjà vu eléctrico: se fue la luz. Así, sin pedir permiso ni mandar un mensajito previo. España, Portugal y otros países quedaron a oscuras durante horas. Ni luces, ni WiFi, ni microondas. El apocalipsis moderno.
Gente atrapada en ascensores, hornos parados a mitad de receta y millones de personas mirando su móvil como si fuera una lámpara mágica que pudiera solucionarlo todo. Spoiler: no funcionó.

Y aunque en un primer momento cundió el pánico —porque claro, ¿cómo se vive sin Google Maps o sin saber si te han dejado en visto?—, pasó algo curioso: volvimos a lo básico. A mirar alrededor. A esperar. A parar.

A veces, para encender algo por dentro, primero tiene que apagarse lo de fuera.

Porque, seamos sinceros: vivimos enchufados a todo menos a nosotros. Y cuando se va la corriente, lo que realmente nos descoloca no es la oscuridad… es el silencio. Es no saber qué hacer si no hay botones que apretar, pestañas que abrir, mensajes que responder o reels que deslizar compulsivamente.

Ese apagón, sin quererlo, nos hizo el regalo más vintage que se puede recibir hoy en día: una pausa. Una pausa que no venía en formato app, ni se podía posponer, ni tenía una X para cerrarla. Una pausa impuesta.
Y en esa pausa, pasó lo de siempre: la vida.
Las conversaciones lentas. Las velas (sí, las de verdad, no las aromáticas decorativas). Las miradas largas. El redescubrimiento de que aún podemos estar sin pantalla y no evaporarnos en el intento.

Algunos redescubrieron a sus hijos. Otros, a sus vecinos. Y más de uno redescubrió que tenía linternas sin pilas desde 2003. Pero lo importante no fue solo lo que se apagó, sino lo que se encendió: la conciencia de cuánto damos por hecho. Lo automático que se ha vuelto todo. Lo frágil que es esa falsa sensación de control en la que vivimos.

Porque lo cierto es que no todos los apagones son eléctricos.
A veces se nos funde la motivación. O el sentido. O la alegría.
Y ahí no vale con reiniciar el router. Hay que reiniciarse uno mismo.

A veces la vida misma corta la luz: un golpe de salud, una pérdida, una ruptura, una crisis personal que deja todo en stand-by.
Y entonces toca improvisar.
Apagar el ruido.
Escuchar el cuerpo.
Aceptar que no se puede seguir como si nada.

Pero también, en esa oscuridad, aparece algo muy humano: la capacidad de adaptarnos.

De sacar una vela, una conversación, un silencio.
De improvisar un juego, una carcajada, una tregua.
De sobrevivir sin WiFi (sí, con síntomas de abstinencia, pero sobrevivir al fin).

En medio del caos, se encendieron cosas bonitas:
–  comidas a la luz de las velas (improvisadas y sin filtros).
– Los vecinos que preguntaron “¿todo bien?” por primera vez en meses.
– El cielo nocturno, sin contaminación lumínica, devolviéndonos su espectáculo gratuito.
– Y esa chispa de conciencia que dice: “eh, que sin todo eso también somos”.

Ser frágiles no es una falla del sistema. Es parte del diseño.
Y cuanto antes lo asumamos, mejor podremos navegar esta vida incierta, impredecible y a veces desconcertante.

Quizás, en lugar de vivir intentando evitar los apagones, podríamos empezar a entenderlos como llamadas de atención.
Como invitaciones a revisar qué está encendido por inercia… y qué está apagado por olvido.

Porque cuando todo se apaga afuera, lo de dentro se escucha más claro.
Ahí donde no hay estímulos, empieza la verdadera conexión.

Y ojo: no se trata de idealizar la oscuridad ni romantizar las crisis. A nadie le gusta que se le queme el arroz porque la vitrocerámica se murió. Pero sí podemos reconocer que a veces la vida, cuando nos para en seco, nos está diciendo algo que no escuchamos mientras íbamos con prisa.

Por eso, una vez estabilizada la luz (o la rutina), estaría bien preguntarnos:

¿Qué parte de mi vida está encendida por costumbre pero no por sentido?
¿Y qué parte necesita que le prestemos atención antes de fundirse del todo?

Tal vez no podamos evitar los apagones que vienen.
Pero sí podemos decidir qué hacemos cuando ocurren.

Esta semana no solo se fue la luz.
También se encendió una oportunidad.
De vivir más despacio.
De agradecer más.
De recordar que no necesitamos enchufes para ser luz para alguien más.

Quizá no podamos controlar cuándo se va la luz, pero sí cómo brillamos cuando llega la oscuridad.

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