A veces sentimos que todo tiene que estar perfectamente colocado para dar un paso. Como si necesitáramos tener energía, ganas, claridad mental y un día sin sobresaltos para poder movernos. Y cuando algo falla —el cansancio, un dolor inesperado, un pensamiento que nos despista— aparece ese viejo susurro que conocemos tan bien: “mejor hoy no… espera a mañana… ya habrá un momento mejor”.
Durante años viví atrapado en esa lógica del “todo o nada”. Si no podía hacerlo como antes, prefería no hacerlo. Si no tenía la versión ideal del día, me paralizaba. Y esa exigencia, aparentemente inofensiva, terminó convirtiéndose en una sombra que me acompañaba sin que yo fuese del todo consciente.
Después del ictus, esa idea se rompió de forma brusca. No por sabiduría, sino por realidad. Allí no había opción de hacerlo perfecto; a veces, ni siquiera había opción de hacerlo. Mi mundo se encogió de golpe y el cuerpo empezó a hablarme en un idioma que yo no entendía. Hubo días en los que levantar una pierna era una especie de misterio, y otros en los que un simple paseo parecía una travesía interminable.
Recuerdo una tarde concreta de rehabilitación. Me pidieron que caminara unos metros entre dos barras paralelas. Algo tan simple, tan cotidiano, tan evidente… y yo sentía que cada paso era una pequeña negociación con el miedo. A un lado estaba el recuerdo de mi cuerpo de antes; al otro, la incertidumbre del cuerpo nuevo que estaba empezando a conocer. No había nada épico en ese momento. Solo torpeza, fragilidad y una especie de pudor silencioso. Pero di el paso. Luego otro. Y otro. Me acuerdo de la fisioterapeuta sonriendo y diciéndome: “bien, así, sin prisa”. No avanzaba mucho, pero avanzaba.
Fue ahí cuando comprendí algo que todavía hoy me acompaña: el camino de vuelta a mí mismo no vendría pulido, ni estable, ni heroico. Vendría irregular. Vendría lento. Vendría con días buenos y días difíciles. Y aun así, iba a ser un camino.
Al principio me avergonzaba ese avanzar imperfecto. Me decía que, si no podía hacerlo “como antes”, quizá no valía la pena. Pero poco a poco fui entendiendo algo sencillo y profundo: la vida no me pide perfección; me pide presencia. Me pide estar. Intentarlo. Acercarme a lo posible, aunque lo posible sea pequeño.
Y desde esa comprensión nace esta reflexión que compartimos tú y yo.
Porque todos, a nuestra manera, conocemos esa sensación. Todos hemos tenido algún momento en el que la vida nos ha frenado, nos ha doblado o nos ha cambiado el ritmo. Y desde ahí, cuando hablo contigo en “nosotros”, lo hago desde ese terreno común donde caben nuestras dudas, nuestras ganas de hacerlo mejor, nuestras excusas, nuestros miedos, nuestros avances lentos y nuestros pasos tímidos.
A veces avanzar no significa hacer algo grande. A veces es solo un gesto mínimo que mantiene vivo un hilo de coherencia: una caminata corta aunque duela un poco, un estiramiento para recordarle al cuerpo que seguimos aquí, unas líneas escritas en medio del cansancio, un respiro profundo cuando la cabeza se llena de ruido. Acciones pequeñas, casi invisibles, pero que sostienen un mensaje íntimo: no nos rendimos.
He aprendido que esos pasos diminutos también cuentan. Que incluso en los días en los que me muevo más por voluntad que por energía, hay una semilla de transformación. Es curioso: cuando dejo de exigirle perfección al día, el día deja de exigirme a mí. Y en esa tregua se abre un espacio amable para seguir adelante.
Quizá eso es lo que me nace compartir hoy: que podemos darnos permiso para avanzar sin brillo, sin épica, sin la ilusión del momento perfecto. Que hay una belleza suave en ese avanzar torpe pero verdadero. Una belleza que no se ve desde fuera, pero que se siente por dentro. Esa sensación de decirnos, con honestidad: “hoy puedo hasta aquí, y está bien”.
Ojalá esta reflexión nos recuerde que no se trata de hacerlo todo, ni de hacerlo impecable, ni de mantener un ritmo constante. Se trata de caminar con honestidad. De escucharnos un poco más. De sostenernos en los días torpes. De abrazar ese espacio imperfecto donde, sin darnos cuenta, empezamos a transformarnos.
Porque al final, la vida no nos mide por la perfección del camino, sino por la manera en que lo transitamos.
Aunque sea despacio.
Aunque sea distinto.
Aunque a veces duela un poco.
Y aun así… avanzamos.
Carlos, me identifico totalmente co está reflexión ( con las anteriores también) así me siento ,,espero superarme y tener algo más de actividad mental y física ,
Gracias ,gracias gracias