Cuando dejamos de sostener lo insostenible

A veces, lo que nos cansa no es lo que vivimos, sino el esfuerzo que hacemos por seguir sosteniéndolo.

Yo lo descubrí el día que todo se vino abajo.

No fue una decisión consciente. No hubo un momento de valentía ni una elección clara. Simplemente, mi cuerpo dijo basta. Y con él, se vinieron abajo mis rutinas, mi seguridad, mi identidad, y hasta mi forma de estar en el mundo. Recuerdo que en los primeros días tras el ictus, lo que más dolía no era el cuerpo. Era el derrumbe silencioso de todo lo que antes me definía.

Durante un tiempo intenté resistir. Sostenía con las pocas fuerzas que tenía lo que ya no existía: la imagen de quien era, las expectativas de cómo debía ser mi recuperación, los vínculos que ya no me encontraban. Me aferraba a todo con una mezcla de miedo y costumbre. Hasta que un día, simplemente no pude más. Y dejé caer.

Dejé que las lágrimas hicieran lo suyo. Dejé que el dolor hablara. Dejé de explicar, de justificar, de aparentar. Dejé de esforzarme por mantener en pie lo que ya había perdido el sentido.

Y ahí, justo ahí, empezó otra etapa. No más fácil, pero más verdadera.

El vacío que queda cuando dejamos de sostener lo insostenible es aterrador. Lo sé. Pero también es honesto. Ahí no hay ruido, no hay personajes, no hay obligaciones. Solo estamos nosotros, con nuestras manos vacías y el corazón un poco roto, pero abierto.

Ese vacío tiene un sonido especial. Es como si todo el ruido anterior se acallara y, por primera vez, escucháramos con nitidez lo que llevamos dentro. No siempre es bonito lo que aparece. A veces es confusión, otras veces miedo. Pero entre todo eso, hay algo que empieza a latir con fuerza: la posibilidad de volver a elegir, de empezar de nuevo, de ser desde otro lugar.

En ese espacio nuevo, empecé a preguntarme: ¿qué queda de mí cuando ya no soy quien era? ¿Quién soy cuando no hay certezas que me definan?

Las respuestas no llegaron de golpe. Llegaron con los días lentos, con la mirada de los otros, con los pequeños avances que nadie ve pero que para uno lo son todo. Llegaron con la ternura de aceptar que no hay que ser fuerte todo el tiempo, que a veces la fortaleza está en rendirse.

Rendirse no como derrota, sino como descanso. Como ese momento en que dejamos de empujar la puerta equivocada y nos sentamos, por fin, a escuchar el silencio. Es ahí cuando la vida, con su paciencia infinita, empieza a mostrarnos nuevas puertas. Pequeñas, humildes, pero llenas de verdad.

Hoy, cuando miro hacia atrás, no siento nostalgia por lo que se cayó. Siento gratitud. Porque ese derrumbe me permitió ver con claridad qué es lo que realmente permanece cuando todo lo demás se va.

Vi quedarse el amor sencillo de quienes no necesitaban que fuera alguien más. Vi quedarse mi capacidad de asombro, incluso en lo mínimo. Vi quedarse la esperanza, esa que no hace ruido pero que insiste, cada mañana, en despertarnos.

A veces la vida nos arranca de cuajo lo que no nos animamos a soltar. Y aunque duele, también libera.

Quizás no se trata de tener todas las respuestas, ni de reconstruirse rápido. Quizás solo se trata de aprender a habitar el umbral. Ese lugar intermedio entre lo que fuimos y lo que todavía no sabemos que podemos ser.

No siempre es cómodo vivir ahí. A veces uno quisiera acelerar el proceso, saber ya hacia dónde va. Pero hay algo valioso en esa pausa, en ese terreno incierto donde no somos ni lo de antes ni lo que viene. Porque ahí, en ese espacio suspendido, también germina algo nuevo.

Allí, en ese espacio incierto, la vida susurra.

Y si nos quedamos en silencio, podemos empezar a escucharla.

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Scroll al inicio