El otro día, mientras estaba en el gimnasio, me detuve en seco sin que nadie lo notara. Estaba en una de esas máquinas para trabajar el pecho, esas que requieren usar ambos brazos para empujar el peso. Pero yo, desde hace tiempo, la hago solo con el derecho. El izquierdo… bueno, el izquierdo hace rato que no me acompaña como antes.
Justo al terminar una serie, bajé la vista. Ahí estaba mi mano izquierda, quieta, colgando con torpeza. Y de repente, sin previo aviso, se me nublaron los ojos. Me vi recordando cosas tan sencillas como tocar la guitarra, abrir una puerta, atarme los cordones. Y me dolió. Me dolió porque no solo es que ya no puedo hacerlo, sino que ni siquiera recuerdo cómo lo hacía. Es como si mi cerebro hubiera borrado el mapa de ese movimiento, como si ese gesto que fue parte de mi vida estuviera desapareciendo de mi memoria.
No es la primera vez que me pasa. A veces esa tristeza viene como una oleada, sin avisar, en medio de algo cotidiano. No es un llanto ruidoso ni una rabia desbordada. Es más bien un silencio que se instala adentro, un nudo en la garganta que uno aprende a tragar con cuidado. Y aunque intento no quedarme ahí, hay días en que cuesta. Días en los que todo parece estar bien, hasta que algo lo remueve. Puede ser una imagen, una canción, un olor. Y ahí vuelve, como un eco que no se termina de apagar.
Supongo que hay una especie de duelo en esto. Un duelo por la parte de nosotros que se fue. No solo la mano, el movimiento, la fuerza. También se fue una forma de estar en el mundo. Una manera de habitar el cuerpo, de confiar en él. Y de pronto, hay que aprender a vivir con esta nueva versión, que a veces no entendemos del todo, pero que también somos.
A veces me sorprendo intentando recordar la sensación de mover esos dedos. Cierro los ojos y trato de reconstruir cómo era que la mano se abría y cerraba, cómo era sentir el contacto de las cosas, la presión justa para sujetar una taza sin romperla ni dejarla caer. Y no puedo. Es como si esa parte de mi historia estuviera escrita en un idioma que he olvidado. Me esfuerzo, pero no hay memoria muscular que me lo devuelva. Solo queda la nostalgia.
Y sin embargo, sigo. Vuelvo al gimnasio. Vuelvo a sudar, a empujar con un solo brazo, a mirar de reojo esa mano que ya no responde, pero que sigue ahí. Tal vez porque en el fondo sabemos que se puede seguir caminando, incluso cuando duele. Que se puede llorar un poco y, aun así, levantarse al día siguiente.
A veces lo que más pesa no es el esfuerzo físico, sino aceptar que por mucho que lo intente, hay cosas que simplemente no volverán. No se trata de paciencia ni de esperar un milagro. Se trata de convivir con la certeza de que algunas pérdidas son definitivas. Y eso no es derrotismo, es realismo. Porque vivir también es aprender a sostenerse en esa realidad sin dejar de respirar hondo.
No tengo respuestas claras para esos momentos de tristeza. Solo sé que no duran para siempre, y que compartirlos también es una forma de no dejar que nos encierren por dentro. Porque si algo he aprendido en este camino es que no se trata solo de recuperar lo perdido, sino de aprender a abrazar lo que queda. Con sus límites, con sus vacíos, con su nueva forma de estar.
Quizá todo se trate de eso: de seguir. De mirar nuestras cicatrices con ternura, de hacer espacio para el dolor sin que nos inunde, y de recordar que, aunque no podamos mover esa mano como antes, seguimos teniendo el corazón bien despierto. Y con eso, a veces, basta para seguir empujando. Y otras, incluso, para descubrir nuevas formas de estar vivos.