El freno invisible de nuestras certezas

A veces pensamos que lo que nos falta es aprender más: más cursos, más lecturas, más experiencia, más certezas. Pero con el tiempo descubrimos que el verdadero freno no está en lo que ignoramos, sino en lo que damos por sabido.

Creemos saber cómo son las cosas, cómo funciona la vida, quiénes somos. Nos movemos dentro de esas ideas como si fueran paredes invisibles que nos protegen, sin darnos cuenta de que también nos limitan.

A veces, sin querer, nos repetimos frases que suenan a verdad: “yo no soy de los que…”, “a mi edad ya no…”, “esto no es para mí”. Y cada vez que lo hacemos, cerramos una puerta. No porque no tengamos la llave, sino porque ya hemos decidido que no hay puerta que abrir.

Lo curioso es que la vida tiene una forma muy suave —y a la vez muy firme— de mostrarnos que no lo sabemos todo. Un cambio inesperado, una pérdida, un giro, un encuentro… y de pronto algo se mueve. Lo que dábamos por cierto se desarma. Y ahí, en ese pequeño derrumbe, aparece la posibilidad de mirar distinto.

Nos cuesta aceptar que, a veces, nuestras certezas son una manera elegante de protegernos. Cuando creemos saber, no tenemos que exponernos al error, ni al juicio, ni a la incomodidad de empezar de nuevo. Saber nos da seguridad, pero también nos encierra.

Recuerdo una vez que alguien me dijo: “no mires tanto lo que ya entiendes, mira lo que te sigue incomodando”. Esa frase me hizo pensar en cuántas veces nos quedamos quietos porque creemos que ya entendimos la lección. Nos volvemos expertos en nosotros mismos, pero la vida no deja de cambiar. Y si todo cambia, ¿cómo podríamos saberlo todo?

Hay algo profundamente liberador en aceptar que no sabemos. Que podemos volver a mirar las cosas con ojos nuevos. Como un niño que observa una hormiga o escucha la lluvia por primera vez. En ese estado de curiosidad, el aprendizaje deja de ser un esfuerzo y se convierte en una forma de estar vivos.

Quizás crecer no sea tanto acumular saberes, sino desaprender certezas. Soltar las conclusiones rápidas, las etiquetas, las historias que repetimos para sentir que tenemos el control.

A veces basta con hacernos una pregunta sencilla:
¿Y si lo que creo que sé… no es tan cierto como pienso?

Esa pequeña duda abre espacio. Y en ese espacio puede entrar algo nuevo: una idea, una emoción, una mirada distinta. Lo nuevo no siempre es cómodo, pero suele ser necesario.

Podemos imaginarnos como un vaso lleno hasta el borde. No hay lugar para nada más. Y solo cuando nos atrevemos a vaciarnos —aunque sea un poco— algo fresco puede entrar. La vida nos invita a eso constantemente: a vaciarnos de certezas para poder llenarnos de experiencia.

Con el tiempo, aprendemos que la sabiduría no es saberlo todo, sino estar dispuestos a aprender de todo. De lo fácil y de lo difícil, de lo que entendemos y de lo que todavía nos confunde.

Quizás el mayor gesto de humildad sea admitir que no sabemos tanto como creíamos. Que incluso lo que damos por seguro puede transformarse. Y que esa transformación no nos quita nada; al contrario, nos vuelve más vivos, más flexibles, más humanos.

Porque cuando soltamos lo que creemos saber, algo dentro se abre.
Y en esa apertura, la vida vuelve a enseñarnos desde el principio,
con una paciencia infinita.

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Scroll al inicio