El silencio que nos devuelve

Hay momentos en los que siento una necesidad tan profunda de silencio que ni siquiera sé cómo explicarla. No se trata de tristeza, ni de enfado, ni de rechazo. Es algo más sutil, como un susurro que viene de adentro y me pide espacio.

Me ha pasado. Estar rodeado de gente que me quiere, que se preocupa, que está siempre ahí… y, aun así, sentirme un poco ahogado. Como si necesitara cerrar la puerta del mundo por un rato y quedarme a solas conmigo mismo. Sin conversaciones, sin explicaciones, sin miradas pendientes de cómo estoy.

Desde que todo cambió aquel día, he vivido acompañado. Físicamente, emocionalmente, hasta mentalmente. Mi familia no se ha separado de mi lado. Me cuidan, me sostienen, y lo agradezco con todo el corazón. Me siento profundamente afortunado por tener tanto amor alrededor. De verdad.

Pero también siento, cada vez con más fuerza, esa necesidad de recuperar un rincón propio. De tener un momento para respirar sin ser observado, para estar sin estar pendiente de nada más que de lo esencial. Quizá porque durante tanto tiempo fui tan vulnerable que ahora quiero sentirme entero de nuevo. No para alejarme del amor que me rodea, sino para reencontrarme con el mío. Porque estar a solas no es lo mismo que estar solo. Y a veces, estar conmigo mismo es la forma más profunda de acompañarme.

Me cuesta decirlo, porque suena ingrato. Porque ellos están ahí, dando todo, y yo lo sé. Pero también sé que necesito ese espacio para seguir sanando. Que el silencio no es frialdad, sino un tipo de ternura que no siempre se entiende desde fuera.

Con el tiempo he aprendido que la soledad buscada no es ausencia, sino presencia. Que el silencio que me ofrezco no me aparta de los demás, sino que me acerca a mí mismo. Y desde ahí, inevitablemente, me acerca también a ellos. Es como regar la raíz de un árbol: desde fuera puede parecer que no pasa nada, pero por dentro todo se está preparando para dar fruto.

No quiero huir de nadie. Quiero volver a mí. Y desde ahí, poder mirar al otro con nuevos ojos, con energía renovada, con la libertad de quien ha vuelto a habitarse. No es un adiós, es un “dame un momento”. Un gesto de cuidado que empieza en mí para después poder seguir cuidando a los demás con más verdad y menos agotamiento.

A veces, el mayor acto de amor es ese: darme permiso para estar solo un rato, para escucharme, para simplemente ser. Dejar que las cosas reposen, que las emociones se acomoden, que el cuerpo y la mente encuentren un mismo ritmo.

Y confío en que quienes me aman lo comprenderán. Que sabrán que este deseo de soledad no es un cierre, sino una pausa. Una forma de cuidar lo que soy para poder seguir compartiéndolo, con verdad y sin esfuerzo. Porque a veces, estar solo no es alejarse… es volver.

Tal vez, en medio de tanto ruido, también tú lo hayas sentido. Esa necesidad de desconectar de todo para volver a escucharte. De cerrar los ojos y preguntarte, sin interferencias: ¿cómo estoy de verdad? Puede que incluso hayas sentido culpa por querer ese espacio. Como si cuidarte significara descuidar a los demás. Y no es así.

En realidad, darnos ese tiempo es un acto de responsabilidad. Porque no podemos ofrecer lo mejor de nosotros si no nos detenemos a revisarnos, a recargarnos, a reparar las pequeñas grietas que se hacen con el día a día. Igual que un músico afina su instrumento antes de tocar, nosotros necesitamos afinarnos antes de seguir tocando la melodía de nuestra vida junto a otros.

Ojalá este silencio que hoy busco también te recuerde algo: que merecemos ese espacio, que no es egoísmo cuidar de uno mismo… y que, a veces, para estar de verdad con otros, primero necesitamos volver a casa. A esa casa que somos nosotros mismos.

Quizá hoy sea un buen día para probarlo. Para apartar un rato el teléfono, cerrar la puerta, dejar que el mundo siga girando sin ti unos minutos. Para respirar hondo, sentir tu propio pulso y reconectar con lo que eres cuando nadie te mira. Porque ahí, en ese espacio íntimo y silencioso, es donde empezamos a entendernos de verdad.

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