A veces nos sorprendemos a nosotros mismos esperando el momento perfecto para empezar algo importante.
El lunes. El primer día del mes. Enero. O simplemente, cuando todo esté más tranquilo.
Como si un día fuéramos a despertar y todo estuviera en orden: cero problemas, cero interrupciones, energía al máximo, claridad absoluta y un semáforo en verde en cada cruce.
Pero ya sabemos que eso no suele pasar. La vida no espera a que estemos listos.
Y, sin embargo, ahí estamos muchas veces, paralizados. Creyendo que necesitamos tenerlo todo claro para arrancar. Que si no empezamos con la motivación a tope y un plan perfecto, no va a valer la pena. Que si hay dudas, o cansancio, o un mal día, entonces mejor esperar.
Pero eso es una ilusión. Una excusa que suena bonita. Una forma encubierta de quedarnos donde estamos, aunque nos duela.
La verdad es que la motivación muchas veces llega después de empezar, no antes.
Y el avance rara vez es perfecto: es torpe, irregular, desordenado. Y está bien que así sea.
Porque más vale hecho que perfecto.
Lo importante no es el cómo ni el cuándo. Lo importante es el sí. Es dar el paso. Por pequeño, torpe o desganado que parezca.
Cuando salí por primera vez sin la silla de ruedas, después del ictus, no fue en el día perfecto.
No fue con ganas. No fue con energía.
Fue con miedo, dolor y mucha torpeza.
Pero fue.
Y cada paso, por pequeño que fuera, era una victoria contra la inercia.
Contra esa parte de nosotros que quería quedarse quieta, esperando a sentirse fuerte antes de moverse.
Pero el cuerpo —y el alma— se hacen fuertes en el movimiento.
A veces no necesitamos grandes metas. Solo ponernos en marcha.
Hacer cinco minutos de algo que nos importa.
Ordenar una esquina de nuestro caos.
Tomar una decisión pequeña pero significativa.
Podemos empezar mal. Podemos empezar sin saber cómo. Podemos empezar sin ganas si hace falta.
Pero empecemos.
Porque el cambio no ocurre cuando todo encaja.
El cambio ocurre cuando decidimos avanzar, aunque no todo esté claro.
Porque lo imperfecto no nos resta valor. Al contrario: nos hace humanos.
Quizá estamos esperando ese “más adelante” que no llega.
Pero lo cierto es que la vida ya está en marcha. Y nosotros también.
Entonces, ¿qué nos detiene hoy?
¿Pensamos que no vale la pena si no es perfecto?
¿Nos estamos exigiendo una versión de nosotros mismos que aún no existe para dar el primer paso?
¿Estamos esperando el aplauso antes incluso de empezar la música?
Podemos comenzar escribiendo una sola línea.
Dando un paseo de cinco minutos.
Leyendo dos páginas.
Guardando un euro.
Respirando hondo y diciendo: voy.
Todo cambio importante comenzó con un primer gesto pequeño.
Alguien que un día dijo basta, o sí, o ahora.
Quizá hoy ese alguien seamos nosotros.
Quizá hoy empecemos, aunque sea solo con la intención.
Quizá esta vez no haya fuegos artificiales ni música épica de fondo.
Solo el suave clic de una decisión que dice: Estoy dispuesto a avanzar, incluso sin saber del todo cómo.
Y eso es más que suficiente.
Porque no estamos compitiendo por ser los más rápidos ni los más perfectos.
Estamos aquí para avanzar a nuestro ritmo.
Para celebrar cada pequeño paso que antes parecía imposible.
Para recordarnos que cada gesto imperfecto también construye algo real.
Que incluso los días en los que sentimos que no hemos avanzado, en realidad hemos fortalecido la decisión de seguir.
Y eso, aunque a veces no lo veamos enseguida, también cuenta.
Así que empecemos donde estamos.
Con lo que tenemos.
Haciendo lo que podamos.
Una y otra vez.
Sin buscar la perfección.
Solo el avance.
Como decía Arthur Ashe: «Empieza donde estás. Usa lo que tienes. Haz lo que puedas.»
Cada paso que damos, incluso los más tímidos, nos aleja de la parálisis y nos acerca a una versión de nosotros que no se rinde.
Y esa, al final, es la única meta que importa.
Porque no es la perfección la que transforma la vida.
Es la acción imperfecta, valiente y real.
La que se atreve a empezar, aunque el viento todavía no sople a favor.