La mina escondida dentro de nosotros

Hay algo misterioso en la forma en que nos influimos unos a otros. Basta estar cerca de alguien para sentir cómo se nos pega su energía. La tristeza pesa, se contagia. Pero también la alegría, la vitalidad y la calma tienen la capacidad de extenderse como una llama silenciosa que enciende corazones.

 

Con el tiempo he aprendido que eso que transmitimos no depende tanto de lo que decimos, sino de cómo vivimos. No son las palabras las que llegan más hondo, sino la manera en que enfrentamos la vida, la fuerza con la que nos levantamos después de caer, la serenidad con la que aceptamos lo inevitable, el entusiasmo que ponemos en lo pequeño. Esa es la verdadera influencia: lo que irradiamos con nuestra presencia.

 

Después del accidente, me tocó ver esto con otros ojos. Al principio, mi energía era frágil, inestable. Había días en que la desesperación parecía apoderarse de todo, y quienes estaban cerca podían sentirlo. Pero también descubrí que, en medio de la vulnerabilidad, podía contagiar otra cosa: la calma de respirar hondo, la gratitud por un paso más dado, la alegría sencilla de seguir aquí. Era como si mi manera de enfrentar cada jornada tuviera un efecto en los demás, igual que ellos tenían un efecto en mí.

 

Ahí empecé a comprender que todos llevamos dentro una mina de diamantes. Una riqueza escondida que no se mide en dinero ni en logros visibles, sino en algo mucho más profundo: la capacidad de vivir con plenitud, incluso en medio de las dificultades. Pero esa mina no se encuentra en la superficie. No basta con desearla. Hay que estar dispuesto a picar.

 

Y picar, lo sé bien, no siempre resulta agradable. Picar es cansarse. Picar es atravesar la frustración. Picar es mancharse las manos en la tierra oscura de nuestra propia vulnerabilidad. Durante la rehabilitación tuve que aprender a picar en la paciencia, cuando mis músculos no respondían al ritmo que yo quería. Tuve que picar en la humildad, al dejarme ayudar para tareas que antes hacía solo. Tuve que picar en la confianza, cuando mi mente se llenaba de dudas sobre si algún día recuperaría lo perdido.

 

Pero poco a poco, entre el polvo y el esfuerzo, empezaron a aparecer destellos. El brillo de una carcajada inesperada. El abrazo que me sostenía en un día gris. La sensación de avanzar aunque fuese a pasos pequeños. Cada chispa me recordaba que dentro de esa mina oscura había diamantes escondidos.

 

Y entonces lo entendí: la riqueza interior no es un regalo que cae del cielo. Es una decisión. No se trata de preguntarnos si podemos ser más felices, sino si estamos dispuestos a serlo. Si queremos abrir esa mina y trabajar en ella, aun cuando cueste, aun cuando parezca que no hay resultados, aun cuando nos tiente la rendición.

 

Porque la verdadera felicidad no suele llegar de un gran acontecimiento. Llega de gestos sencillos, de elecciones pequeñas. Como cuando decidimos agradecer en lugar de quejarnos. Como cuando elegimos sonreír en vez de escondernos. Como cuando damos un paso más, aunque sea diminuto, en lugar de quedarnos parados.

 

Quizás no siempre podamos brillar como un diamante pulido y perfecto. A veces solo tendremos una chispa, un destello pequeño. Pero incluso esa chispa puede alumbrar a alguien que camina en la oscuridad. Y esa es, quizá, la mayor riqueza: descubrir que, aun con nuestras imperfecciones, podemos ser fuente de serenidad, de entusiasmo y de vida para quienes nos rodean.

 

Hoy me gusta pensar que cada día es una oportunidad para elegir qué quiero contagiar. Puedo elegir la queja o la gratitud, el miedo o la confianza, la desesperanza o la fe en que algo bueno me espera más adelante. Y aunque no siempre lo consiga, sé que cada intento es un golpe de pico en esa mina interior que todavía guarda mucho por mostrarme.

 

Al final, lo importante no es si tenemos diamantes dentro. Eso lo tenemos todos. Lo decisivo es si estamos dispuestos a buscarlos. Si queremos, de verdad, abrirnos paso entre la tierra y descubrir la belleza que ya habita en nosotros. Y quizá lo más hermoso es que, mientras lo hacemos, vamos dejando un rastro de luz que también ilumina el camino de otros.

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