A veces sentimos que ya no cabe una gota más de información en la cabeza. Que el mundo se ha vuelto un lugar demasiado ruidoso, donde todo pasa rápido y lo urgente parece comerse lo importante. En esos días, cuando las pantallas arden de noticias y nuestra atención se dispersa como hojas al viento, a veces aparece algo simple. Un mensaje, una frase, una imagen. Algo que no grita, que no impone. Solo está ahí, como un susurro. Y se queda.
El otro día leí algo así. Decía: «Ojalá encuentren calma en lo simple. Agradezcan y valoren mucho a quienes tienen cerca. Ojalá dentro de lo que les es humanamente posible hagan algo por mejorar su entorno…» Y algo en mí se detuvo. Cerré el teléfono y me quedé mirando la taza de café que tenía en las manos. Ese café que tantas veces tomo sin pensar, sin saborearlo. Ese momento simple que casi siempre pasa desapercibido.
Pensé en cuánto cambia un día cuando lo vivimos desde ese lugar. Desde lo pequeño. Desde lo que sí podemos hacer. Porque, seamos honestos, hay días en que sentimos que no tenemos fuerza para cambiar nada. Ni el mundo, ni el país, ni siquiera el ánimo con el que amanecimos. Pero tal vez no se trata de cambiarlo todo. Tal vez se trata de cambiar una sola cosa, pero con conciencia. Una sola acción con sentido, un solo gesto con presencia.
Me vino a la memoria una escena de hace unas semanas. Iba caminando por la calle, arrastrando un poco el pie izquierdo, como me pasa desde el ictus. Era uno de esos días en que el cuerpo pesa más, y todo cuesta un poco. En una esquina, un chico joven se me acercó para decirme que le inspiraba verme caminar con esa determinación. Fue un instante. Un desconocido. Pero ese pequeño acto me cambió el día. Me dio fuerza. Me recordó que a veces seguimos andando sin darnos cuenta de que estamos tocando a otros.
Pensé después en cuántas veces nosotros también hemos sido ese “desconocido” para alguien. Sin saberlo. Tal vez con una sonrisa, una palabra amable, una mirada que sostuvo en silencio. Esas cosas que parecen no tener importancia y que, sin embargo, en el momento justo, son todo.
Nos enseñaron que para que algo valga tiene que ser grande, visible, reconocido. Pero yo he ido descubriendo lo contrario. Que lo verdaderamente transformador suele ser discreto. Un «gracias» sincero. Un mensaje que no espera respuesta. Un abrazo sin prisa. O simplemente mirar a alguien a los ojos y estar presente.
La idea de la consciencia colectiva me parece cada vez más real. Cuando uno empieza a agradecer, a cuidar lo que tiene cerca, algo se mueve también en los demás. No porque estemos dando lecciones, sino porque hay cosas que se contagian sin querer. La amabilidad, por ejemplo. O la forma en que miramos el mundo. Si cada uno hiciera una cosa pequeña, pero cada día, y al mismo tiempo… quizás sí estaríamos cambiando algo. Aunque sea poquito. Aunque no se note enseguida.
A veces olvidamos lo privilegiados que somos. Por estar vivos. Por tener a alguien con quien compartir un silencio. Por poder elegir qué actitud tener ante lo que nos toca. Y está bien olvidarlo. Somos humanos. Nos distraemos. Pero también podemos volver. Volver a lo esencial. A lo simple. A ese café que humea entre las manos, mientras el mundo sigue su ruido y nosotros, aunque sea por un rato, encontramos una pausa.
Tal vez el gran acto revolucionario de estos tiempos no sea hacer más, sino hacer menos pero con más conciencia. No ir más rápido, sino más profundo. No cambiar el mundo entero, sino cambiar la forma en que lo habitamos. Cada gesto, cada palabra, puede ser una semilla.
Y si nos detenemos a pensarlo, tal vez esa sea una de las cosas más poderosas que podemos hacer: volver a lo que sí depende de nosotros. A lo cotidiano, a lo que tenemos cerca. Porque aunque no podamos con todo, sí podemos con algo. Con una palabra, una mirada, un gesto amable. Con un acto pequeño, pero consciente.
Lo pequeño también transforma. Y eso, en días como estos, no es poca cosa.