Lo que no ves también conduce

Hay frases que no te rozan, te atraviesan.
Como esta de Carl Jung, que me encontré una mañana cualquiera. Bueno… no tan cualquiera. Era uno de esos días raros, en los que sientes que estás a punto de entender algo, pero todavía no sabes si es una revelación… o que dormiste raro.

“Mientras no logres transformar lo inconsciente en consciente, lo inconsciente guiará tu vida y tú lo llamarás destino.”

¡Boom! Como para no atragantarse con el desayuno.

Me quedé en blanco. No era tristeza ni emoción. Era más bien como si el alma me susurrara: “¿Te suena esto de algo, campeón?”.
Y sí. Claro que me sonaba. De esos bucles vitales en los que tropiezas siempre con la misma piedra, aunque la piedra se haya disfrazado de trabajo, pareja o martes por la tarde.

Y entonces decimos lo de siempre:
“Tengo mala suerte.”
“La vida es así.”
“A ver si esta vez me toca algo bueno.”

Spoiler: no era el destino. Era yo.
Era yo reaccionando, repitiendo patrones sin darme cuenta, como si los llevara programados de fábrica.

Durante años pensé que lo inconsciente era ese cajón de la infancia que uno abre en terapia, con recuerdos olvidados y traumas por resolver. Pero después del ictus entendí que también hay otro inconsciente, más reciente. El que se forma cuando vives algo tan fuerte que no tienes tiempo ni energía para digerirlo.

En mi caso, el accidente fue un parón literal.
Nada de metáforas. Me detuvo en seco. Sin margen para escapar, sin posibilidad de correr, ni de esconderme en la rutina o en el scroll infinito. Me tocó quedarme.
Y escuchar.

Suena místico, pero no lo fue.
Fue más bien incómodo. Silencio, lentitud, vulnerabilidad. Y un montón de emociones acumuladas que empezaron a salir del trastero donde las había metido “para después”.

Ahí, sin buscarlo, empecé a encontrar rastros.
Pequeñas emociones enquistadas. Sensaciones que había tragado sin masticar. Miedos nuevos disfrazados de lógica. Autoexigencias viejas con traje de responsabilidad.
Y todas ellas, sin que yo lo supiera, conduciendo.

Un día cualquiera, me descubrí sintiéndome mal por pedir ayuda. Otro, evitaba soñar en grande porque “eso ya no es para mí”.
No eran pensamientos conscientes. No eran decisiones razonadas.
Eran respuestas automáticas que salían solas. Como si en algún rincón de mí, alguien hubiera escrito un guion que yo simplemente actuaba sin cuestionar.

Y fue ahí cuando entendí de verdad lo que decía Jung.
Que lo que no haces consciente, igual dirige tu vida.
Y tú, inocentemente, lo llamas destino.

No, no era destino.
Era ese cansancio no escuchado.
Esa tristeza que se volvió rutina.
Ese miedo disfrazado de prudencia.
Esa idea de que tengo que valer el doble para merecer la mitad.

Hacer consciente lo inconsciente no es magia.
No es que te despiertes un día iluminado y en paz.
Pero sí hay un instante, casi imperceptible, en el que algo encaja.
Y entonces puedes mirar esa emoción o esa creencia de frente y decirle:
“Gracias por intentar protegerme… pero ya no me sirve seguir así.”

A veces no es que el mundo esté en tu contra.
A veces eres tú, contándote el mismo cuento sin darte cuenta de que puedes cambiar el final.

Lo duro del dolor es que te arrincona. Pero lo valioso es que, si te atreves, también te sienta contigo mismo. Y ahí, entre todo lo incómodo, puedes empezar a ver. No lo que quieres mostrar al mundo. Sino lo que de verdad te mueve. O te frena.

Y aunque el encuentro no siempre sea amable… es tuyo.
Y marca un antes y un después.

Quizá ese sea el verdadero regalo de las crisis: que te empujan a mirar dentro, a quitar el piloto automático, y a empezar a escribir con conciencia la historia que hasta ahora solo reaccionabas.

No es fácil.
Pero por primera vez, sabes que el volante lo llevas tú.

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