Hay días en los que sentimos que ya deberíamos tenerlo todo claro. Que con todo lo que hemos leído, con todo lo que hemos vivido, con cada caída y cada despertar… ya tendríamos que haber aprendido. Y sin embargo, ahí estamos: dudando otra vez, reaccionando como no queríamos, olvidando lo que creíamos tan integrado.
A veces se nos olvida que seguimos siendo humanos.
Con nuestras incoherencias, nuestras contradicciones, nuestras torpezas. Nos exigimos ser impecables, siempre conscientes, siempre presentes, siempre en eje. Y cuando fallamos, cuando tropezamos con la misma piedra, nos juzgamos con dureza. Como si equivocarnos nos hiciera retroceder todo lo andado.
Pero… ¿y si no fuera así? ¿Y si esta imperfección no fuera un error, sino parte del viaje?
Después del accidente, todo en mí cambió. Mi cuerpo, mi ritmo, mi manera de estar en el mundo. Empecé a mirar hacia dentro con más humildad. Y también con más ternura. Porque en esos momentos en los que me frustraba por no poder hacer algo tan simple como atarme los zapatos, entendí algo profundo: no se trata de hacerlo todo bien, sino de no dejar de intentarlo.
He necesitado tiempo para comprender que hay días en los que no se puede. Días en los que ni la fuerza ni la voluntad alcanzan. Días en los que lo más valiente es parar, respirar, dejar de empujar. Y eso también forma parte del camino. Porque aprender no es una línea recta, ni un progreso continuo. A veces es un círculo, un vaivén, un movimiento que parece retroceder pero que, en realidad, se está acomodando dentro.
Y cuando por fin dejamos de pelearnos con esa lentitud, con esa aparente contradicción, algo se afloja. No nos rendimos, pero tampoco nos imponemos. No corremos, pero avanzamos. A otro ritmo. A uno más sincero, más acorde con lo que somos hoy.
Seguimos siendo humanos. Con días de claridad y días de niebla. Con palabras bonitas y pensamientos oscuros. Con intenciones nobles y reacciones impulsivas. Y está bien. No tenemos que estar en equilibrio todo el tiempo. No tenemos que tenerlo todo resuelto.
A veces, incluso sabiendo lo que necesitamos, no lo hacemos. Sabemos que necesitamos descansar, y seguimos forzando. Sabemos que debemos pedir ayuda, y callamos. Sabemos que no pasa nada por fallar, y aún así nos castigamos por hacerlo. No es incoherencia. Es humanidad. Es ese desfase entre lo que comprendemos con la mente y lo que somos capaces de sostener en lo cotidiano.
Y ahí también hay verdad. Porque vivir no es aplicar teoría, sino caminar con lo que hay. Con lo que sentimos de verdad, no con lo que creemos que deberíamos sentir. Con lo que podemos hacer hoy, no con lo que pudimos hacer ayer.
Tal vez crecer no sea alejarnos de nuestra humanidad, sino abrazarla más hondo. No se trata de pulirnos hasta desaparecer las grietas, sino de mirarlas con compasión y reconocer que también hablan de nosotros. Que también forman parte de nuestra historia.
He aprendido que ser humano no es un estado que hay que trascender, sino un lugar en el que habitar con presencia. Que no se trata de ser mejores versiones, sino versiones más auténticas. Que el corazón tiene su propio lenguaje, y que muchas veces no necesita que le demos lecciones, sino simplemente que lo escuchemos en silencio.
Recordarnos que cada paso, incluso los que parecen un paso atrás, forman parte del camino. Que cada contradicción trae consigo una oportunidad de conocernos un poco más. Y que incluso cuando nos sentimos perdidos, hay algo en nosotros que sigue aprendiendo.
No somos perfectos. Nunca lo fuimos. Pero sí somos sinceros en nuestra búsqueda. Y eso ya es un acto de amor.
Así que hoy, por si acaso también lo habías olvidado: seguimos siendo humanos.
Y eso no es una debilidad. Es una bendición.
Porque ser humanos es tropezar, sí. Pero también es levantarse, mirar al cielo aunque cueste, y seguir caminando con lo que hay. No con lo ideal, sino con lo real. Y eso, paso a paso, también es belleza.