¿Quién decide lo que somos capaces de hacer?

Esta semana tuve, por fin, la cita de valoración de la discapacidad.

Un trámite esperado, necesario. Una ayuda social que abre apoyos y recursos. Nada negativo en sí mismo.

Y, sin embargo, al salir de allí, algo se quedó rumiando por dentro.

No fue miedo.

No fue tristeza.

Fue ese eco silencioso que dejan algunas palabras cuando tocan un lugar sensible.

Discapacidad.

Capacidad.

No como términos médicos, sino como ideas que nos devuelven una imagen de quiénes creemos que somos… y de quiénes fuimos.

Porque más allá del informe, lo que realmente se removió no fue el presente, sino el recuerdo de un “antes”. De una forma de estar en el mundo donde ser capaz significaba poder con todo. No necesitar. No molestar. No fallar. Seguir, siempre seguir.

Desde el ictus convivo con una realidad cambiante. Hay días en los que subo escaleras sin pensarlo. Y otros en los que una caminata sencilla me exige una pausa. Hay gestos que han vuelto a ser míos, y otros que aún se resisten. Pero lo más profundo no ha sido el cambio físico, sino el cambio en la mirada.

Esta semana, además, he empezado a moverme más después de un mes de reposo casi absoluto. Y el cuerpo no engaña.

La resistencia que tenía ya no está. La musculatura se ha resentido. Caminar unos pocos metros se siente pesado, agotador. Y no solo en las piernas: también en la cabeza.

Porque en cuanto el cuerpo flaquea, la mente se adelanta. Empieza a proyectar. A lanzar sentencias rápidas: “no volveré a tener una vida normal”, “no seré capaz”. Y en ese intento de recuperar el control aparece algo conocido: la ansiedad. Como si la cabeza quisiera compensar, controlar más de lo que puede y de lo que debe.

Durante mucho tiempo entendí “ser capaz” como sinónimo de autosuficiencia. Resolver solo. Aguantar. Estar al pie del cañón. Como si el valor de una persona se midiera por su autonomía, su rendimiento o su productividad.

Y cuando el cuerpo pone límites, esa idea se resquebraja.

No solo porque hay cosas que ya no puedes hacer igual, sino porque se tambalea la identidad construida durante años. Aparecen preguntas incómodas:

¿Sigo siendo el mismo si necesito ayuda?

¿Pierdo valor si mi ritmo es otro?

¿En qué momento dejé de sentirme capaz?

La semana pasada escribía sobre lo difícil que me resulta pedir ayuda. Sobre lo expuesto que me siento cuando reconozco que no llego.

Esta semana he comprendido algo aún más delicado: lo difícil que me resulta aceptar que hay cosas que, simplemente, ya no puedo hacer.

Aceptar ayuda deja al descubierto.

Aceptar límites deja aún más.

Porque no va solo de apoyo externo. Va de soltar una exigencia interna muy arraigada. Esa voz que insiste en que deberíamos poder siempre. Que no hay espacio para el cansancio, la pausa o la fragilidad. Que parar es fallar.

Y no lo es.

No poder con todo no nos hace menos valiosos.

Nos hace humanos.

Todos, en algún momento, nos sentimos incapaces. Incapaces de sostener ciertas expectativas. De seguir el ritmo. De cumplir con la imagen que creemos que deberíamos ser. Aunque no haya ningún informe que lo certifique.

Tal vez el problema no esté en la palabra discapacidad, sino en cómo hemos aprendido a entender la capacidad. Como si solo contara aquello que se hace sin esfuerzo, sin ayuda, sin pausa.

Hoy empiezo a pensar que ser capaz es otra cosa.

Tal vez ser capaz sea tener el coraje de decir “hoy no puedo” sin castigarnos por ello.

Tal vez sea mirarnos con más compasión y menos exigencia.

Tal vez sea aceptar que cambiar de ritmo no es retroceder, sino adaptarse con honestidad.

No sé qué pondrá exactamente el informe. No sé qué etiqueta aparecerá en ese papel. Y está bien. Porque ninguna de ellas puede medir el proceso, el aprendizaje, la paciencia ni la vida que se sigue construyendo, paso a paso, desde un lugar más real.

Así que la pregunta que me acompaña estos días no es qué decidirá un tribunal.

Es otra más profunda: ¿quién decide lo que somos capaces de hacer?

¿Un diagnóstico?

¿Una palabra?

¿O nosotros mismos, cuando aprendemos a escucharnos sin juicio?

Tal vez la verdadera capacidad no esté en hacer más, sino en estar más presentes. En reconocernos tal como somos hoy, con límites, con historia y con una fuerza distinta a la de antes.

Una fuerza más silenciosa.

Menos rígida.

Pero mucho más viva.

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