Spoiler: no era tarde. Y sí, se podía.

Como cada domingo, esto nace desde lo vivido. Aunque esta vez hay un matiz especial: mañana se suman 43 años al contador. Y más allá del número en sí, lo que emociona —y un poco también desconcierta— es todo lo que ha pasado hasta llegar aquí. Lo que costó, lo que se perdió, lo que se sostuvo con las uñas y, sobre todo, lo que se reconstruyó cuando parecía que ya no.
Durante años se aceptaron ciertas cosas como verdades absolutas.
Algunas venían en envases con frases tipo:
“Si no lo hiciste antes de los 30, ya no es para ti.”
“Si no empezaste cuando era el momento, mejor déjalo pasar.”
Y claro, sin darnos mucha cuenta, fuimos cayendo en una rendición elegante. Seguimos funcionando, pero dejando algunas partes en pausa.
Proyectos que daban vértigo.
Deseos que parecían poco prácticos.
Preguntas que no encajaban bien en la rutina.
Todo eso fue a parar a un cajón que se cerraba con la excusa universal: ya no toca.
Hasta que un día algo se torció. Literalmente.
El cuerpo, que parecía tenerlo todo bajo control, se rompió en dos.
Y con él, también se rompieron muchas de esas certezas que habíamos dado por buenas.
No fue una iluminación.
Ni un cambio buscado.
Fue una grieta.
Una sacudida que puso todo patas arriba y obligó a mirar distinto.
Ya no como quien se plantea nuevas metas desde la comodidad, sino como quien se pregunta si va a poder volver a caminar.
Y entonces apareció esa frase que suele colarse en los cumpleaños o en los cambios drásticos de la vida:
“Esto ya no…”
Esto ya no es lo que era.
Esto ya no va a volver.
Esto ya no depende solo de mí.
Durante un tiempo, duele.
Mucho.
Pero si se logra aguantar el temblor sin apartar la vista, algo más aparece.
Algo que no tiene nombre rimbombante ni eslogan de autoayuda.
Una pregunta sencilla, casi tímida:
¿Y si, aún con todo esto, todavía se pudiera?
No por ambición.
Ni por demostrar nada.
Solo por dignidad.
La respuesta no llegó de inmediato.
Tampoco vino con certezas.
Lo que sí apareció fue otra manera de mirar.
Una mirada menos idealista, más cruda.
Pero también más amable con lo que ya no somos.
Y más esperanzada con lo que, con suerte, aún podemos ser.
La edad dejó de ser ese número que lo complica todo.
Pasó a ser un contexto.
Una posición de salida distinta.
Con achaques, historias, anécdotas médicas…
Pero también con una claridad que a los 20 ni siquiera se sospechaba.
Desde ahí se empezó otra vez.
Sin garantías.
Sin planos.
Sin saber muy bien si todo eso iba a tener sentido.
Hubo días frustrantes.
Otros ridículos.
Hubo pasos atrás.
Y también días en los que una pequeña luz se colaba por la rendija.
Una pista.
Una chispa.
Un “ah, mira, esto no estaba tan mal”.
No fue cómodo.
Ni rápido.
Ni glorioso.
Hubo que reaprender cosas básicas que no enseñan en ninguna parte:
Cómo empezar algo sin tener todo claro.
Cómo decir que no sin culpa.
Cómo dejar de esperar permiso para moverse.
Y así, poco a poco, se fue armando algo parecido a una vida más propia.
Más real.
Más elegida.
No tan brillante como prometían los anuncios, pero infinitamente más digna.
Todavía hay partes que duelen.
Todavía hay días que cuestan.
Y fantasmas que se sientan sin invitación.
Pero también hay otra cosa.
Una serenidad nueva.
Un modo de estar en el mundo que no depende tanto de que todo salga bien, sino de no traicionarse mientras se camina.
Mañana se suma un año más.
Y no pesa como antes.
No es un recordatorio de lo que ya no.
Es una bandera pequeña, clavada en la tierra, que dice:
Todavía hay ganas.
De vivir.
De probar.
De inventarse otra vez, si hace falta.
Y solo por eso…
ya vale la pena celebrar.

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Scroll al inicio