Vivir con otras preguntas

A veces creemos que lo más importante es entender el motivo.
Nos quedamos atrapados en el “¿por qué me pasó esto?” como si encontrar una respuesta fuera a borrar el dolor o devolvernos la vida de antes.

Yo también me quedé ahí.
Después de aquel día que lo cambió todo, el ictus llegó sin previo aviso, como una tormenta que rompe la calma y te deja mirando un paisaje que no reconoces. Los días siguientes fueron un laberinto: médicos, pruebas, palabras técnicas que apenas entendía. Pero la pregunta siempre volvía, como un eco en mi cabeza: “¿Por qué a mí?”.

Esa pregunta tenía algo hipnótico. Creía que, si la repetía lo suficiente, de algún modo hallaría una razón que me calmara. Pero lo único que conseguía era quedarme quieto, mirando hacia atrás, intentando encontrar una lógica en algo que, sencillamente, no la tenía. Era como empujar una puerta cerrada que nunca iba a abrirse.

Durante semanas no hubo espacio para nada más. Me dolía el cuerpo, me pesaban las rutinas que antes eran automáticas y ahora me costaban un mundo. La tristeza y la frustración se mezclaban con un cansancio profundo, de esos que no se quitan durmiendo. Me costaba aceptar que mi vida había cambiado… y que probablemente no volvería a ser como antes.

Pero un día, casi sin darme cuenta, la pregunta empezó a cambiar. No fue un momento de revelación ni una frase motivadora colgada en la pared. Fue más bien como un susurro tímido que se cuela entre el ruido: “¿Para qué?”.

Al principio no supe qué hacer con ella. Sonaba extraña. ¿Para qué me pasó esto?
No buscaba justificar nada ni endulzar el golpe. No pretendía pensar que todo sucedía por un plan perfecto. No. Era algo más sencillo y, a la vez, más profundo: abrir una rendija para que entrara un poco de luz.

Esa rendija me permitió girar la mirada. Si me preguntaba “para qué”, ya no estaba mirando el origen del dolor, sino lo que podía hacer con él. Cambiaba el peso de la pregunta: de lo que había perdido, a lo que todavía tenía. De lo que ya no podía hacer, a lo que aún podía crear.

Empecé a encontrar pequeños “para qués” en mi día a día.
Para aprender a pedir ayuda sin sentirme menos.
Para entrenar la paciencia como si fuera otro músculo de la rehabilitación.
Para saborear un café caliente sin prisa, como si fuera un regalo.
Para abrazar con más fuerza a las personas que quiero.
Para reírme de mis tropiezos y no verlos como fracasos, sino como pasos torpes hacia algo nuevo.

No fue un camino recto. Hubo días en los que el “¿por qué?” volvía con fuerza, reclamando su lugar. En esos momentos me recordaba que no tenía que encontrar una gran respuesta definitiva. Que quizá la vida no se trataba de descubrir un único propósito, sino de ir encontrando pequeñas razones que nos sostienen mientras caminamos.

Con el tiempo, entendí que esta pregunta —“¿para qué?”— no solo me servía a mí. También cambiaba mi forma de estar con los demás. Me ayudaba a escuchar más, a no correr para llenar los silencios, a dejar espacio para que cada uno encontrara sus propias respuestas. Porque todos, de una forma u otra, cargamos con algo que nos rompió y nos obligó a empezar de nuevo.

Hoy, si miro atrás, veo que no he encontrado la respuesta. Pero he aprendido a vivir mejor con las preguntas. Y que ese cambio, de “por qué” a “para qué”, ha sido como girar una brújula: ya no camino hacia las sombras de lo que perdí, sino hacia la luz —aunque sea tenue— de lo que todavía puedo dar y recibir.

Quizá no podamos elegir todas las experiencias que nos tocan vivir, pero sí podemos elegir la pregunta que nos acompaña.
Y a veces, cuando el cielo se nubla y el camino parece incierto, cambiar la pregunta es lo único que necesitamos para volver a ver un rayo de luz.

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