El otro día me pillé haciendo algo tan absurdo que me dio la risa… nerviosa. Tenía una taza vacía en la mano. ¿Mi intención? Llevarla al fregadero. ¿Mi destino final? El armario de las medicinas. Ahí estaba yo, mirando el botiquín como si fuera la cafetera. Spoiler: no salió café.
Podría echarle la culpa al sueño, a la medicación, al cambio climático o a Mercurio retrógrado. Pero no. No era la primera vez. Ni será la última. Hay días en los que el cuerpo va por su carril y la cabeza se pone a improvisar rutas alternativas. Y claro, así no hay GPS que aguante.
Y no soy el único. Lo sé. Hay una epidemia silenciosa de gente respondiendo sin escuchar, caminando sin saber adónde, existiendo en modo difuminado. Como si estuviéramos aquí… pero a la vez no.
No es que seamos tontos. Es que estamos saturados. Entre notificaciones, listas mentales, mensajes sin leer y pensamientos en bucle, vamos por la vida como quien intenta bailar salsa con cascos de obra puestos: mucho ruido, poco ritmo.
Yo me di cuenta de esto después del ictus. Una de las “herencias” que me dejó fue una atención diferente. No mejor ni peor, simplemente distinta. Me despisto más, sí. Pero también presto más atención. Porque ahora tengo que estar más presente para no perderme. Y fue entonces cuando empecé a notar todos esos momentos raros, como el de la taza en el botiquín. Antes, iban y venían sin que me diera cuenta. Ahora, los veo venir. Y a veces me hacen reír. Otras, pensar.
Cuando tu cuerpo tiene que reaprender cosas tan básicas como abrochar un botón o caminar sin parecer un robot de feria, no te queda otra que estar presente. No puedes hacer dos cosas a la vez. Ni siquiera pensar en otra cosa mientras caminas. El cuerpo exige atención exclusiva. Y eso, aunque vino impuesto, terminó siendo un regalo.
Porque ahí, en esa pausa forzosa, descubrí algo que ahora cuido con cariño: cuando estás del todo en lo que haces —aunque sea pelar una naranja—, algo dentro se calma. Todo se siente más real. Más tú.
Claro, luego vuelves al ritmo de siempre. Aunque ya no haya reuniones ni emails, el mundo sigue sonando fuerte. El móvil no para. Las obligaciones cambian de forma, pero siguen ahí. Y tu cabeza se convierte en una sala de chats con todas las ventanas abiertas a la vez. Y tú en medio, intentando no volverte loco.
Pero no es que se nos haya fundido el cerebro. Es que lo hemos reventado de estímulos. Lo llenamos de ruido y urgencias de mentira. Y en esa saturación, perdemos lo más valioso: la presencia. Estar aquí, ahora. Sin multitareas. Sin correr. Sin huir.
Recuperarla cuesta. Porque el mundo no frena por ti. Pero cuando lo consigo —aunque sea un rato— todo cambia. El día se ensancha. Las emociones se ordenan. Y vuelvo a escucharme sin tanto ruido de fondo. Porque no se trata de hacer más. Se trata de estar más.
Más cuando alguien nos habla. Más cuando compramos en el súper o nos vestimos. Más cuando miramos al cielo o al espejo. Más cuando respiramos y, por un segundo, no queremos estar en otro sitio.
Y no, no hace falta tener un ictus para llegar a esta conclusión. A veces basta con un despiste tonto, una caída leve, una conversación incómoda o un momento de silencio inesperado. Esos pequeños toques que nos da la vida para que volvamos a conectar.
Porque al final no somos solo lo que hacemos, sino cómo lo habitamos. Y estar vivo no es solo moverse. Es habitarse. Escucharse. Sentirse. Y cuanto más lo hacemos, más despiertos nos sentimos.
Así que si alguna vez acabamos en el botiquín en vez del fregadero, no pasa nada. No es drama. Es un aviso suave del universo: “Ey, vuelve”. Vuelve al cuerpo. Vuelve al instante. Vuelve a ti.
Aunque sea con una taza vacía y cara de “¿qué narices iba a hacer yo aquí?”.