Hay momentos en la vida que nos sacuden por completo. Situaciones que llegan sin avisar, arrasan con lo que conocíamos y nos obligan a mirar de frente algo que no queríamos ver: que nada volverá a ser igual.
Y en medio de ese caos, hay algo que muchas veces hacemos sin saber el poder que tiene: nos prometemos que vamos a salir adelante. Nos decimos, con la voz temblorosa o con firmeza, que vamos a ganar esta batalla. Aunque no sepamos cómo. Aunque una parte de nosotros no lo crea del todo. Aunque estemos asustados, confundidos o rotos.
Pero esa frase, ese compromiso silencioso, se convierte en una brújula. No nos da respuestas, pero nos da dirección. No resuelve lo que duele, pero planta una semilla.
Y desde ahí empieza un camino. Uno que nadie ve desde fuera. Un camino lleno de pequeñas decisiones, de gestos invisibles, de días en los que todo cuesta. Hay pasos que parecen insignificantes, pero que son auténticas conquistas: levantarnos de la cama, salir a la calle, pedir ayuda, reconocer que no podemos solos, volver a intentar lo que ayer no salió.
No se trata de negar lo que duele. Se trata de aprender a vivir con eso sin que nos defina. Porque muchas veces, en ese proceso, también perdemos cosas: parte de nuestra salud, de nuestras capacidades, de nuestras rutinas, incluso de nuestros sueños. Y es justo ahí donde aparece una paradoja profunda: uno puede perder mucho… y aun así no perderse.
Con el tiempo, sin darnos cuenta del todo, empezamos a sentir que volvemos a habitar nuestra vida. Que somos capaces de reír sin culpa. De hacer planes sin miedo. De recuperar relaciones, pasiones, rutinas. Puede que lo hagamos de otra forma, con nuevas limitaciones o adaptaciones, pero lo hacemos. Vivimos.
Y entonces un día, tal vez sin que nadie nos lo diga, lo sentimos dentro: hemos ganado la batalla. No porque hayamos vuelto al punto de partida, sino porque ya no nos pesa lo que ocurrió. Porque dejó de ocupar el centro de nuestra vida. Porque nuestras conversaciones, nuestros pensamientos y nuestros proyectos ya no giran en torno a aquello que nos rompió.
Hemos hecho espacio para lo nuevo. Para lo que somos ahora. Y ese ahora tiene valor por sí mismo, no por parecerse al pasado, sino por la fuerza con la que lo hemos construido.
Esto no significa que todo sea perfecto, ni que no haya días grises. Pero sí que lo vivido ya no nos retiene. Y eso, a veces, es la victoria más profunda.
A todas las personas que estén atravesando un proceso de reconstrucción, tenemos que transmitirles algo sencillo pero real: el dolor no dura para siempre. La pérdida no lo borra todo. La vida, aunque cambie de forma, vuelve.
Y volver a vivir desde ese lugar, con consciencia, con gratitud, con más compasión hacia nosotros mismos, es una de las mayores conquistas que podemos lograr.
Porque al final, lo que nos pasó puede formar parte de nuestra historia, pero no tiene por qué escribirla entera.
La batalla ya la ganamos el día que decidimos no rendirnos.
> “La victoria no siempre se nota desde fuera. A veces es simplemente poder mirar al presente y decir: aquí estoy, viviendo, a pesar de todo.”
Y si sirve de ejemplo, puedo decir que en mi caso lo he sentido así. Pasé por una etapa muy difícil, donde me repetía una y otra vez que ganaría la batalla. No fue inmediato, ni fácil. Pero hoy puedo decir, con la vida reconstruida desde otro lugar, que esa promesa se cumplió. Y si fue posible para mí, también puede serlo para otros.
Buenas tardes Carlos.
Valor, aceptación, ilusión.
Gracias como siempre. A seguir.
Buenas tardes, qué bonitas palabras, muchas gracias.
Me alegra que te haya llegado así: con valor, con aceptación, con ilusión.
Eso es lo que intentamos cada día, ¿verdad? Seguir… y hacerlo con sentido.
Un abrazo.
Tú has ganado la batalla , no te quepa duda, para poder seguir ayudando a los demás.
Nunca dejes de escribir, campeón.
❤️💪
Gracias de verdad por tus palabras. Me emocionan🥰.
Escribir me ayuda a seguir caminando, y saber que también puede acompañar a otros, lo convierte en un regalo.
Gracias por estar. Seguimos.